Isla a la Deriva
Este blog es mi pequeño espacio, mi ínfimo resquicio de libertad, donde intentaré que - como en la isla - todo no quede rodeado de mar y existan pequeños puentes donde recostar la mirada, donde traspasar umbrales y seguir caminando sin óbstaculo alguno.
jueves, 12 de marzo de 2020
viernes, 23 de agosto de 2019
Maldita sea la vida
“¿Qué le queda al día de ti,
cuando en la estría más vaga y fina de la sombra/ vuelves el rostro hacia la
tarde largamente perdida, eternamente rota?”
Juan José
Saer, (poemas secretos, de su papelería)
Por: Juan Carlos Rivera
Quintana
Capítulo I: Despedida y resurrección
--La vida es una mierda…
tan efímera que se nos escurre entre los dedos; la vida apesta, desgasta,
diluye, invisibiliza… enferma. Había dicho esto cinco minutos antes de que el
corazón se le hiciera añicos en cientos de pedazos, que una calentazón le
subiera hasta la garganta y le aguara la boca con un sabor ocre, rancio como de
lengua partida, de sangre subida a la cabeza.
Estaba sentado en la
esquina de la cama y un ahogo sobrevino, junto a un zumbido en los oídos que lo
ensordeció y sólo atinó a tocar la “máquina perfecta”, ubicada en el centro del
pecho, con la palma de su mano, como queriendo que no sucediera lo que era
inevitable ya. Después se le escapó un quejido casi gutural, como de perro
enfermo que lo espantó porque, se percató – en ese instante – que nada podría
hacerse, que la muerte era inminente. Entonces cerró los ojos y quiso borrarse
de un tirón la existencia, pues no quería que nada estorbara ese momento del
que nadie se salva, pero que precisa de valentía, dignidad y recogimiento.
Encima de su cama de
hierro forjado un par de alas de cobre, sujetas a una madera pulida por el
batir de las olas, compradas en una feria pueblerina, le daban al espaldar del
reposo guerrero un aire de nicho mortuorio, a pesar de toda la luz cenicienta
que entraba por el ventanal inmenso y el tenue sol invernal, que se colaba por
los cristales del palacete, ubicado en Recoleta, en pleno centro de Buenos
Aires. Y eso fue lo último que vio: aquellas alas que ya nunca más levantarían
el vuelo porque se sabe que cuando ellas no se agitan en el lugar y todo el
viento no bate contra su minúscula armazón ocurre la caída inevitable.
Hacía algún tiempo que
había empezado a deshacerse de las cosas materiales, como si comenzara a
despojarse de la vida, como si ya todo pesara demasiado. Entonces intuía que
llegaría la retirada… empezaba la preparación discreta para la partida final.
Había soñado que se acostaba a dormir y no se despertaba más y reflexionó que
esa sería la mejor salida: pasar del sueño a muerte, sin sentir nada, no abrir
más los ojos. Alguien le dijo que sólo las buenas personas tienen una partida
como esa. Y pensó – entonces - que él se la merecía, a pesar de todo, pues
siempre intentó ser un buen tipo, aunque nunca fue tocado por la gracia de
nadie, mucho menos de Dios, porque no creía ni en su sombra. Era un
racionalista casi copernicano e intentaba no dejar asunto alguno debajo del
cono de sombra de la duda o la apariencia. No existía nada más que lo molestara
que la incertidumbre y para él todo tenía una respuesta, una salida, una
solución mundana y objetiva. Los misterios los desvanecía, aunque le llevaran
días buscar información para esclarecer un asunto acerca de algún aspecto de la
cotidianidad. Era lo que se dice un estudioso empedernido, un maníaco de lo
desconocido.
De más joven recordaba
que había leído todos los libros puestos a su alcance. En su biblioteca se
juntaban desde los tratados de historia de la época, hasta los manuales de
Economía Marxista, pasando por la literatura gauchesca y todo lo que oliera al
clásico conflicto latinoamericano de la civilización contra la barbarie, a su
juicio, el principal dilema del continente, donde había nacido. Por ello, se
apretujaban en sus anaqueles desde “La vorágine”, de José Eustasio Rivera hasta
“Doña Bárbara”, de Rómulo Gallegos. Tampoco faltaban “Cuentos de la selva”, de
Horacio Quiroga, o “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, en varias ediciones y todas
manoseadas, tachadas con marcadores de diversos colores, con notas al pie de
página en una caligrafía horrible de enfermizo editor y corrector de estilo.
Ahora, escucha lejano,
como si viniera de alguna radio vieja, dentro de la casa, a Ana Moura, una
cantante portuguesa, que conoció en un recital, en Oporto, esa maravillosa
ciudad lusitana, con ese puente de hierro forjado en arco, que atraviesa el Río
Duero, por dónde pasa un tren rápido por encima de las goletas cargadas de
toneles de vino, que pareciera una estampa de otra época, en un contraste entre
modernidad y prehistoria. Ella interpreta su canción preferida: “A fadista”. Y
desde la cama desgrana, como en una alucinación final, aquella letra que él
tarareó siempre como si la conociera de toda la vida, que dice: “Vestido
negro cingido, cabelo negro comprimido, e negro xaile bordado, subindo à noite
a Avenida, quem passa julga a perdida, mulher de vício e pecado. E vai sendo
confundida, insultada e perseguida, p’lo convite costurado (…)” y que habla
de la redención, los prejuicios; en definitiva, de cómo los que la censuraban y
criticaban - al verla en la calle – cuando la escuchan cantar, piden perdón, con
los ojos cerrados, como si fueran devotos en oración. En ese instante, los acordes de la guitarra portuguesa, en
forma de lágrima - hecha de Palo Santo y madera de Spruce- con esos arpegios emotivos que semejan
cristales cortados con la punta de un
diamante, le imprimen un aire de solemnidad…despedida tranquila.
Se recuesta y deja que
todo pasé, acomoda la cabeza con el almohadón inmenso de tela cruda, que dice -
en caligrafía hebrea- una frase, pintada en negro sobre la matriz blanca:
“Aquel que conoce el origen del fuego, puede sostener un tizón entre las
manos”. Y piensa de manera casi fulminante en su existencia fueguina, en su
derrotero final e intenta contar los días que – según los creyentes del
judaísmo- faltaban para la resurrección de la carne; él que había sido toda su
vida un agnóstico despiadado. Entonces una mueca casi de ángel le dibuja el
rostro, que empieza a tornársele violáceo y eternamente
roto.
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La primera muestra de
que sus padres eran judíos y practicantes ortodoxos y él tendría que recorrer
ese mismo camino, la tuvo cuando tenía
tres años y le cortaron el pelo por vez primera, en una ceremonia – que luego
supo tenía un origen cabalístico - llamada upsherin.
La tradición judaica habla de la comparación bíblica entre la vida humana y el
crecimiento de los árboles, de los cuales está prohibido comer fruta, durante
sus primeros tres años de vida, como reza en la Torá, y de ahí que se deje el
pelo de los chicos crecer hasta esa edad.
El upsherin - que en Yiddish significa “cortar” – marca el comienzo de
la educación judía formal de un niño, pero representa el fin de su primera
infancia. Antes ya había pasado por su bris milá o circuncisión, pero - por
suerte - no poseía recuerdo alguno, pues tenía ocho días de nacido, cuando un mohel,
un experto en ese procedimiento y ritual, con una pequeña cuchilla le había
extirpado circularmente una parte de la piel que le recubría la cabeza del
pene. Su madre le contó que los gritos se debieron haber escuchado en todas las
esquinas del porteño barrio de Once y
que lloró desconsoladamente como diez minutos, a pesar de que rápidamente se le
hizo un coágulo y dejó de sangrar.
Durante la ceremonia
judía, este otro día, en la sinagoga, un rabino cortó su larga cabellera y le
hizo sumergir los dedos en miel y se los puso sobre las letras hebreas. Luego su
madre le confesó que ello traería a casa la dulzura del estudio y el
conocimiento necesarios. Entonces, se repartieron chupetines con forma de Torá
y el primer mechón de sus cabellos rizos fue a parar a mano del rabino,
mientras un músico interpretaba canciones hebreas y sus parientes más cercanos
cortaban el resto del pelo largo, que caía en mechones abundantes al piso. Le
acaban de cercenar, de nuevo y por segunda vez, el cordón umbilical con su
madre. Lo lanzaban a la adultez irremediablemente y – en esta ocasión también -
sin contar con su aprobación.
miércoles, 7 de agosto de 2019
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