viernes, 23 de agosto de 2019

Maldita sea la vida



“¿Qué le queda al día de ti, cuando en la estría más vaga y fina de la sombra/ vuelves el rostro hacia la tarde largamente perdida, eternamente rota?”
                                 
                                   Juan José Saer, (poemas secretos, de su papelería)


Por: Juan Carlos Rivera Quintana



Capítulo I: Despedida y resurrección

--La vida es una mierda… tan efímera que se nos escurre entre los dedos; la vida apesta, desgasta, diluye, invisibiliza… enferma. Había dicho esto cinco minutos antes de que el corazón se le hiciera añicos en cientos de pedazos, que una calentazón le subiera hasta la garganta y le aguara la boca con un sabor ocre, rancio como de lengua partida, de sangre subida a la cabeza.
Estaba sentado en la esquina de la cama y un ahogo sobrevino, junto a un zumbido en los oídos que lo ensordeció y sólo atinó a tocar la “máquina perfecta”, ubicada en el centro del pecho, con la palma de su mano, como queriendo que no sucediera lo que era inevitable ya. Después se le escapó un quejido casi gutural, como de perro enfermo que lo espantó porque, se percató – en ese instante – que nada podría hacerse, que la muerte era inminente. Entonces cerró los ojos y quiso borrarse de un tirón la existencia, pues no quería que nada estorbara ese momento del que nadie se salva, pero que precisa de valentía, dignidad y recogimiento.
Encima de su cama de hierro forjado un par de alas de cobre, sujetas a una madera pulida por el batir de las olas, compradas en una feria pueblerina, le daban al espaldar del reposo guerrero un aire de nicho mortuorio, a pesar de toda la luz cenicienta que entraba por el ventanal inmenso y el tenue sol invernal, que se colaba por los cristales del palacete, ubicado en Recoleta, en pleno centro de Buenos Aires. Y eso fue lo último que vio: aquellas alas que ya nunca más levantarían el vuelo porque se sabe que cuando ellas no se agitan en el lugar y todo el viento no bate contra su minúscula armazón ocurre la caída inevitable.
Hacía algún tiempo que había empezado a deshacerse de las cosas materiales, como si comenzara a despojarse de la vida, como si ya todo pesara demasiado. Entonces intuía que llegaría la retirada… empezaba la preparación discreta para la partida final. Había soñado que se acostaba a dormir y no se despertaba más y reflexionó que esa sería la mejor salida: pasar del sueño a muerte, sin sentir nada, no abrir más los ojos. Alguien le dijo que sólo las buenas personas tienen una partida como esa. Y pensó – entonces - que él se la merecía, a pesar de todo, pues siempre intentó ser un buen tipo, aunque nunca fue tocado por la gracia de nadie, mucho menos de Dios, porque no creía ni en su sombra. Era un racionalista casi copernicano e intentaba no dejar asunto alguno debajo del cono de sombra de la duda o la apariencia. No existía nada más que lo molestara que la incertidumbre y para él todo tenía una respuesta, una salida, una solución mundana y objetiva. Los misterios los desvanecía, aunque le llevaran días buscar información para esclarecer un asunto acerca de algún aspecto de la cotidianidad. Era lo que se dice un estudioso empedernido, un maníaco de lo desconocido.
De más joven recordaba que había leído todos los libros puestos a su alcance. En su biblioteca se juntaban desde los tratados de historia de la época, hasta los manuales de Economía Marxista, pasando por la literatura gauchesca y todo lo que oliera al clásico conflicto latinoamericano de la civilización contra la barbarie, a su juicio, el principal dilema del continente, donde había nacido. Por ello, se apretujaban en sus anaqueles desde “La vorágine”, de José Eustasio Rivera hasta “Doña Bárbara”, de Rómulo Gallegos. Tampoco faltaban “Cuentos de la selva”, de Horacio Quiroga, o “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, en varias ediciones y todas manoseadas, tachadas con marcadores de diversos colores, con notas al pie de página en una caligrafía horrible de enfermizo editor y corrector de estilo.
Ahora, escucha lejano, como si viniera de alguna radio vieja, dentro de la casa, a Ana Moura, una cantante portuguesa, que conoció en un recital, en Oporto, esa maravillosa ciudad lusitana, con ese puente de hierro forjado en arco, que atraviesa el Río Duero, por dónde pasa un tren rápido por encima de las goletas cargadas de toneles de vino, que pareciera una estampa de otra época, en un contraste entre modernidad y prehistoria. Ella interpreta su canción preferida: “A fadista”. Y desde la cama desgrana, como en una alucinación final, aquella letra que él tarareó siempre como si la conociera de toda la vida, que dice: “Vestido negro cingido, cabelo negro comprimido, e negro xaile bordado, subindo à noite a Avenida, quem passa julga a perdida, mulher de vício e pecado. E vai sendo confundida, insultada e perseguida, p’lo convite costurado (…)” y que habla de la redención, los prejuicios; en definitiva, de cómo los que la censuraban y criticaban - al verla en la calle – cuando la escuchan cantar, piden perdón, con los ojos cerrados, como si fueran devotos en oración. En ese instante,  los acordes de la guitarra portuguesa, en forma de lágrima - hecha de Palo Santo y madera de Spruce-  con esos arpegios emotivos que semejan cristales cortados con  la punta de un diamante, le imprimen un aire de solemnidad…despedida tranquila. 
Se recuesta y deja que todo pasé, acomoda la cabeza con el almohadón inmenso de tela cruda, que dice - en caligrafía hebrea- una frase, pintada en negro sobre la matriz blanca: “Aquel que conoce el origen del fuego, puede sostener un tizón entre las manos”. Y piensa de manera casi fulminante en su existencia fueguina, en su derrotero final e intenta contar los días que – según los creyentes del judaísmo- faltaban para la resurrección de la carne; él que había sido toda su vida un agnóstico despiadado. Entonces una mueca casi de ángel le dibuja el rostro, que empieza a tornársele violáceo y eternamente roto.  
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La primera muestra de que sus padres eran judíos y practicantes ortodoxos y él tendría que recorrer ese mismo camino,  la tuvo cuando tenía tres años y le cortaron el pelo por vez primera, en una ceremonia – que luego supo tenía un origen cabalístico - llamada upsherin. La tradición judaica habla de la comparación bíblica entre la vida humana y el crecimiento de los árboles, de los cuales está prohibido comer fruta, durante sus primeros tres años de vida, como reza en la Torá, y de ahí que se deje el pelo de los chicos crecer hasta esa edad.
El upsherin - que en Yiddish significa “cortar” – marca el comienzo de la educación judía formal de un niño, pero representa el fin de su primera infancia. Antes ya había pasado por su bris milá o circuncisión, pero - por suerte - no poseía recuerdo alguno, pues tenía ocho días de nacido, cuando un mohel, un experto en ese procedimiento y ritual, con una pequeña cuchilla le había extirpado circularmente una parte de la piel que le recubría la cabeza del pene. Su madre le contó que los gritos se debieron haber escuchado en todas las  esquinas del porteño barrio de Once y que lloró desconsoladamente como diez minutos, a pesar de que rápidamente se le hizo un coágulo y dejó de sangrar.   
Durante la ceremonia judía, este otro día, en la sinagoga, un rabino cortó su larga cabellera y le hizo sumergir los dedos en miel y se los puso sobre las letras hebreas. Luego su madre le confesó que ello traería a casa la dulzura del estudio y el conocimiento necesarios. Entonces, se repartieron chupetines con forma de Torá y el primer mechón de sus cabellos rizos fue a parar a mano del rabino, mientras un músico interpretaba canciones hebreas y sus parientes más cercanos cortaban el resto del pelo largo, que caía en mechones abundantes al piso. Le acaban de cercenar, de nuevo y por segunda vez, el cordón umbilical con su madre. Lo lanzaban a la adultez irremediablemente y – en esta ocasión también - sin contar con su aprobación.   


miércoles, 7 de agosto de 2019

Foto de Familia, New Yok, julio 2019.


                                          New York, Meatpacking District