Llegar a Berna y Lucerna,
a través de Los Alpes nevados y en tren, constituye una aventura que pocos
seres humanos deberían perderse.
Texto
y foto: Juan Carlos Rivera Quintana
Llegar a Lucerna, una de
las ciudades más antiguas y hermosas de Europa - ubicada en la Suiza
central, en la ribera superior del Lago de los Cuatro Cantones, que vierte sus
aguas en el Río Reuss y divide en dos (la parte vieja y la nueva de la urbe) -
y poder hacerlo saliendo de Milán, en Italia, en tren rápido que sube y baja
por entre las escarpados y sinuosos y congelados Alpes y adentrarse en los
túneles y puentes inmensos, abiertos entre las montañas, verdaderas obras
ingenieriles, con unas vistas panorámicas casi fílmicas, es una fortuna – más
bien diría una aventura - que pocas veces tiene un ser humano.
La recorrida en sí del
tren, en pleno invierno - de unas dos horas y media - es ya un viaje
inenarrable entre bosques de pinos, abedules, ríos calmos para la contemplación
rápida, ciudades blancas casi de cuentos infantiles, catedrales antiquísimas,
campos nevados, industrias y viejas haciendas, donde se ven cuadras de caballos
y pocos peones de campo. Y en ese impresionante dibujo alpino se halla Lucerna,
con el lago a sus pies y muy cerca de las montañas de Rigi, Pilatus o
Stanserhorn, que delinean un fresco casi claustrofóbico de grandes picos
nevados y alguna que otra vegetación verde como telón de fondo, desde donde se
puede divisar la ciudad desde un mejor ángulo.
Si cierro mis ojos y
recuerdo… vuelvo a ver la estampa más fotografiada de Suiza: el famoso puente
de madera, conocido como Kapellbrücke (o Puente de la Capilla), con sus
frontones pintados y sus techos de tejas antigua en medio de la urbe,
descansando sobre un lago habitado por albatros y cisnes blancos; la muralla
Museggmauer con siete torres medievales originales; las históricas casas de
varias plantas del casco antiguo, adornadas de dibujos en sus frentes y cerrada
a los coches; las pintorescas placitas con sus fuentes de ensueño; las calles
adoquinadas y estrechas; la iglesia jesuita, que data del siglo XVII,
considerada la primera obra barroca religiosa de Suiza y sus tiendas de
relojes. ¿Será por eso que un rasgo emblemático del suizo es la puntualidad…
por los excelentes relojes que pueden fabricar?
Allí, en Lucerna, tradición
y modernidad se dan la mano, y junto al moderno y acristalado Centro de Cultura
y Congresos de la ciudad (KKL), con sus acústicas y bien diseñadas salas para
la música clásica y los conciertos, se une el museo de arte, los cafés para el
encuentro y las salas de teatro, cercanas a la antigua terminal de trenes, cuya
fachada a modo de portón, ya es en sí misma una pieza arquitectónica
invalorable. Al lado, parten barcos de vapor de ruedas o motores para
adentrarse en el gélido paisaje del lago de los Cuatro Cantones.
Lucerna se recorre a pie y
muy rápido y si hay frío bajo cero y no siente las manos puede detenerse en
algún que otro café a tomar un chocolate o una porción de torta alpina, de las
de la abuela, para entrar en calor o tomarse una cerveza artesanal, con alto
grado de alcohol, para cambiar con rapidez la temperatura del cuerpo. Y es
bueno recordar que en Suiza: chocolate, repostería y cervezas artesanales
tienen su fama bien ganada.
Sin dudas, Lucerna es una
joya medieval - identificada gráficamente por su historia con un león herido -
en la ruta de San Gotardo, envuelta entre la naturaleza mágica de las montañas
alpinas que la encierran, un cristalino lago y cientos de embarcaciones de
recreo, donde se respira un aire límpido y tranquilo, donde no se escucha un
diálogo alto, ni un bocinazo en la calle y donde hasta los confortables y
modernos tranvías se cuidan de hacer el menor ruido posible. Sus moradores son
disciplinados, limpios y de una civilidad social casi pasmosa, propia del
Primer Mundo.
Berna:
Refinamiento y cultura
La capital helvética de
Suiza, enclavada en una zona de suaves colinas, con su casco antiguo -
declarado Patrimonio Mundial, por la UNESCO - es de esos sitios memorables,
cosmopolitas y multiculturales, donde cohabitan muchas lenguas diferentes y no
existen problemas de integración. En sus calles se habla el dialecto bernés de
alemán suizo, aunque sus moradores entienden y hablan el alemán estándar.
Baste tan sólo caminar sus
seis kilómetros de arcadas bajo techo, llamadas “Lauben” o pórticos, que
posibilita al viajero protección contra la inclemencia del invierno, para tener
un primer acercamiento a Berna desde su inmenso paseo de compras y divisar su Zeitglockenturm
o Torre del Reloj, que data de 1120, y cuya función, en sus inicios, era
meramente defensiva, porque era la puerta de entrada a la urbe, pero unos
siglos después se construyó un precioso reloj astronómico, que marca la hora,
el día, el mes y la posición del Zodiaco en relación con la Tierra.
La urbe, asociada por
historia al oso, supuestamente debido al primer animal cazado por su fundador,
el duque Bertoldo V de Zaringia, posee alrededor de 51,6 kilómetros de
superficie y una población de unos 150 mil habitantes. Además, se destaca por
su impecable estado edilicio… es quizás una de las ciudades mejor conservadas
de Europa. Sus 11 fuentes del siglo XVI, decoradas con motivos alegóricos a las
leyendas medievales: todas distintas, todas coloridas, ubicadas a lo largo de
la calle principal o calle del mercado; las fachadas de areniscas de los
vetustos edificios y casas bajas, con sus macetones de rosas; sus adoquines y
torres con relojes; las abovedadas casas de vinos y quesos; los teatros y
bares, muchos ubicados en sótanos o en estrechísimas callejuelas, con una
cartelera envidiable de conciertos de jazz, rock y música barroca; sus iglesias
y parques tranquilos, con aires medievales y numerosas esculturas permiten una
recorrida casi única del casco antiguo, que yace a orillas del Río Aare.
Vale asomarse al Rosengarten
(jardín de rosas), una de los paseos de mayor altura (a 101 metros por encima
del nivel del mar), desde donde puede verse la ciudad en toda su dimensión y sus
palacetes y buhardillas coloridas con sus techos en punta, sus veletas
coronadas en gallitos de metal y el ir y venir de tranvías amarillos por las
estrechas calles.
Y si nieva, como me
ocurrió, sólo tiene que abrigarse bien y bajar una pequeña escalinata, junto al
Puente Nydeggbrücke, que posibilita el acceso al casco antiguo, y disponerse a
retener los paisajes más hermosos caminando por las riberas del río Aare y el BärenPark (parque
de osos), entre abetos, cipreses, abedules y rosas. Porque en Berna el diseño y
el buen gusto parecerían una carta distintiva y ello se observa en las ropas - de modistos locales - que ofrecen las boutiques; las
innumerables casas de alfombras, artículos para el hogar y hasta en los cafés,
decorados en su mayoría con un gusto refinado y sobrio, convertidos en centros
de reunión de moradores locales y turistas, que huyen de las bajas temperaturas
y la gelidez invernal. Y ni hablar de su colegiata o Catedral de San Vicente, la
mayor obra sacra de Suiza, con un estilo gótico tardío, fue construida entre
1421 y fines del siglo XVI. En ella se destaca su campanario de 100 metros de
altura, sus vitrales coloridos y su enorme portón de madera maciza, rematado en
arcos de piedra caliza, donde se descubren un sinnúmero de esculturas que
representan a feligreses y ángeles en pose de rezos, a modo de retablo
religioso.
Pero el viaje no estaría completo si no sube a un tranvía y se dedica un
tiempo a visitar el Zentrum Paul Klee,
ubicado en la periferia noroeste de la ciudad, en una zona de praderas
verdes en constante cambio habitacional y desarrollo inmobiliario, con los
Alpes de fondo. El centro, enclavado en el Schöngrüng, exhibe la obra plástica de Klee, uno de los
artistas más influyentes y vanguardistas del siglo XX suizo, quien nació, desarrolló
gran parte de su quehacer creativo en allí y terminó sus días en la ciudad. Sus
acuarelas, óleos atemporales y figuraciones abstractas tienen cierto halo de
misterio y magia.
En su memoria fue diseñado y construido el museo, encargado al afamado
arquitecto genovés Renzo Piano,
quien no sólo quiso diseñar un centro cultural, sino también darle personalidad
y atractivo al sitio y construyó un emblema urbano de cristal, cobre, titanio,
acero gris y aluminio, con cielorrasos de abedul y pavimentos interiores de
roble, que se confunden con el entorno.
A modo de tres grandes olas o colinas, los techos del museo delinean un
paisaje que guarda mucha relación con la obra de Klee. No por gusto, Renzo
había dicho, en su momento que “Klee no merece un museo sino un paisaje, una
escultura sensual sobre la tierra”. Y precisamente a esa tarea se encaminó
y diseñó un edificio ultramoderno, que aprovecha al máximo la luz y la
topografía del terreno produciendo miles de sensaciones… todas agradables y
mágicas. Y si afuera, la nieve cae sin parar, se acumula sobre los bancos del
parque, los pequeños abetos, los terraplenes de trigo, las amapolas y abedules
se tiñen de blanco… la claridad se multiplica y el deleite se agiganta.
Los tres cuerpos del Zentrum, unidos por una calle peatonal interior,
albergan la colección del artista, en un 40 por ciento, donada por su hija,
Livia, y alguna que otra colección temporal, casi siempre excelentemente
curada.