viernes, 23 de agosto de 2019

Maldita sea la vida



“¿Qué le queda al día de ti, cuando en la estría más vaga y fina de la sombra/ vuelves el rostro hacia la tarde largamente perdida, eternamente rota?”
                                 
                                   Juan José Saer, (poemas secretos, de su papelería)


Por: Juan Carlos Rivera Quintana



Capítulo I: Despedida y resurrección

--La vida es una mierda… tan efímera que se nos escurre entre los dedos; la vida apesta, desgasta, diluye, invisibiliza… enferma. Había dicho esto cinco minutos antes de que el corazón se le hiciera añicos en cientos de pedazos, que una calentazón le subiera hasta la garganta y le aguara la boca con un sabor ocre, rancio como de lengua partida, de sangre subida a la cabeza.
Estaba sentado en la esquina de la cama y un ahogo sobrevino, junto a un zumbido en los oídos que lo ensordeció y sólo atinó a tocar la “máquina perfecta”, ubicada en el centro del pecho, con la palma de su mano, como queriendo que no sucediera lo que era inevitable ya. Después se le escapó un quejido casi gutural, como de perro enfermo que lo espantó porque, se percató – en ese instante – que nada podría hacerse, que la muerte era inminente. Entonces cerró los ojos y quiso borrarse de un tirón la existencia, pues no quería que nada estorbara ese momento del que nadie se salva, pero que precisa de valentía, dignidad y recogimiento.
Encima de su cama de hierro forjado un par de alas de cobre, sujetas a una madera pulida por el batir de las olas, compradas en una feria pueblerina, le daban al espaldar del reposo guerrero un aire de nicho mortuorio, a pesar de toda la luz cenicienta que entraba por el ventanal inmenso y el tenue sol invernal, que se colaba por los cristales del palacete, ubicado en Recoleta, en pleno centro de Buenos Aires. Y eso fue lo último que vio: aquellas alas que ya nunca más levantarían el vuelo porque se sabe que cuando ellas no se agitan en el lugar y todo el viento no bate contra su minúscula armazón ocurre la caída inevitable.
Hacía algún tiempo que había empezado a deshacerse de las cosas materiales, como si comenzara a despojarse de la vida, como si ya todo pesara demasiado. Entonces intuía que llegaría la retirada… empezaba la preparación discreta para la partida final. Había soñado que se acostaba a dormir y no se despertaba más y reflexionó que esa sería la mejor salida: pasar del sueño a muerte, sin sentir nada, no abrir más los ojos. Alguien le dijo que sólo las buenas personas tienen una partida como esa. Y pensó – entonces - que él se la merecía, a pesar de todo, pues siempre intentó ser un buen tipo, aunque nunca fue tocado por la gracia de nadie, mucho menos de Dios, porque no creía ni en su sombra. Era un racionalista casi copernicano e intentaba no dejar asunto alguno debajo del cono de sombra de la duda o la apariencia. No existía nada más que lo molestara que la incertidumbre y para él todo tenía una respuesta, una salida, una solución mundana y objetiva. Los misterios los desvanecía, aunque le llevaran días buscar información para esclarecer un asunto acerca de algún aspecto de la cotidianidad. Era lo que se dice un estudioso empedernido, un maníaco de lo desconocido.
De más joven recordaba que había leído todos los libros puestos a su alcance. En su biblioteca se juntaban desde los tratados de historia de la época, hasta los manuales de Economía Marxista, pasando por la literatura gauchesca y todo lo que oliera al clásico conflicto latinoamericano de la civilización contra la barbarie, a su juicio, el principal dilema del continente, donde había nacido. Por ello, se apretujaban en sus anaqueles desde “La vorágine”, de José Eustasio Rivera hasta “Doña Bárbara”, de Rómulo Gallegos. Tampoco faltaban “Cuentos de la selva”, de Horacio Quiroga, o “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, en varias ediciones y todas manoseadas, tachadas con marcadores de diversos colores, con notas al pie de página en una caligrafía horrible de enfermizo editor y corrector de estilo.
Ahora, escucha lejano, como si viniera de alguna radio vieja, dentro de la casa, a Ana Moura, una cantante portuguesa, que conoció en un recital, en Oporto, esa maravillosa ciudad lusitana, con ese puente de hierro forjado en arco, que atraviesa el Río Duero, por dónde pasa un tren rápido por encima de las goletas cargadas de toneles de vino, que pareciera una estampa de otra época, en un contraste entre modernidad y prehistoria. Ella interpreta su canción preferida: “A fadista”. Y desde la cama desgrana, como en una alucinación final, aquella letra que él tarareó siempre como si la conociera de toda la vida, que dice: “Vestido negro cingido, cabelo negro comprimido, e negro xaile bordado, subindo à noite a Avenida, quem passa julga a perdida, mulher de vício e pecado. E vai sendo confundida, insultada e perseguida, p’lo convite costurado (…)” y que habla de la redención, los prejuicios; en definitiva, de cómo los que la censuraban y criticaban - al verla en la calle – cuando la escuchan cantar, piden perdón, con los ojos cerrados, como si fueran devotos en oración. En ese instante,  los acordes de la guitarra portuguesa, en forma de lágrima - hecha de Palo Santo y madera de Spruce-  con esos arpegios emotivos que semejan cristales cortados con  la punta de un diamante, le imprimen un aire de solemnidad…despedida tranquila. 
Se recuesta y deja que todo pasé, acomoda la cabeza con el almohadón inmenso de tela cruda, que dice - en caligrafía hebrea- una frase, pintada en negro sobre la matriz blanca: “Aquel que conoce el origen del fuego, puede sostener un tizón entre las manos”. Y piensa de manera casi fulminante en su existencia fueguina, en su derrotero final e intenta contar los días que – según los creyentes del judaísmo- faltaban para la resurrección de la carne; él que había sido toda su vida un agnóstico despiadado. Entonces una mueca casi de ángel le dibuja el rostro, que empieza a tornársele violáceo y eternamente roto.  
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La primera muestra de que sus padres eran judíos y practicantes ortodoxos y él tendría que recorrer ese mismo camino,  la tuvo cuando tenía tres años y le cortaron el pelo por vez primera, en una ceremonia – que luego supo tenía un origen cabalístico - llamada upsherin. La tradición judaica habla de la comparación bíblica entre la vida humana y el crecimiento de los árboles, de los cuales está prohibido comer fruta, durante sus primeros tres años de vida, como reza en la Torá, y de ahí que se deje el pelo de los chicos crecer hasta esa edad.
El upsherin - que en Yiddish significa “cortar” – marca el comienzo de la educación judía formal de un niño, pero representa el fin de su primera infancia. Antes ya había pasado por su bris milá o circuncisión, pero - por suerte - no poseía recuerdo alguno, pues tenía ocho días de nacido, cuando un mohel, un experto en ese procedimiento y ritual, con una pequeña cuchilla le había extirpado circularmente una parte de la piel que le recubría la cabeza del pene. Su madre le contó que los gritos se debieron haber escuchado en todas las  esquinas del porteño barrio de Once y que lloró desconsoladamente como diez minutos, a pesar de que rápidamente se le hizo un coágulo y dejó de sangrar.   
Durante la ceremonia judía, este otro día, en la sinagoga, un rabino cortó su larga cabellera y le hizo sumergir los dedos en miel y se los puso sobre las letras hebreas. Luego su madre le confesó que ello traería a casa la dulzura del estudio y el conocimiento necesarios. Entonces, se repartieron chupetines con forma de Torá y el primer mechón de sus cabellos rizos fue a parar a mano del rabino, mientras un músico interpretaba canciones hebreas y sus parientes más cercanos cortaban el resto del pelo largo, que caía en mechones abundantes al piso. Le acaban de cercenar, de nuevo y por segunda vez, el cordón umbilical con su madre. Lo lanzaban a la adultez irremediablemente y – en esta ocasión también - sin contar con su aprobación.   


miércoles, 7 de agosto de 2019

Foto de Familia, New Yok, julio 2019.


                                          New York, Meatpacking District


martes, 16 de julio de 2019

Retrato de Familia


                                     Con Lolita, en casa. julio 2019

Retrato de Familia


                                    Puerto Madero, invierno, junio 2019. 

Retrato de Familia


                                Carlitos, en Vancouver, Canadá. 15 de julio 2019

martes, 7 de mayo de 2019

Retrato de Familia


                   Mi hijo Carlos Daniel, en Nassau e Isla Tórtola, en el Caribe Oriental

Retrato de Familia



                     Mi hijo Carlos Daniel, en Nueva Orleans, interpretando piezas del mundo del jazz

martes, 30 de abril de 2019

Retrato de Familia


Mi hijo Carlos Daniel, en Nueva Orleans, adonde está contratado ahora como trompetista. 

miércoles, 3 de abril de 2019

Retrato de Familia


                                     Lolita, acaba de cumplir sus cuatro añitos

lunes, 25 de marzo de 2019

Retrato de Familia



                                               Lolita recibe sus regalitos por adelantado. 

Retrato de Familia


                                       Cumpleaños de mi nieta Lolita. 

Retrato de Familia


                                                    Cumpleaños 4to, de mi nietita Lolita. 

jueves, 21 de marzo de 2019

Maneras de "asesinar" por la espalda.


Juan Carlos Rivera Quintana

                      
          “(...) después de la catástrofe/ viene la vuelta de nuestros muertos/ después de la oscuridad, la luz flamante. / Salgamos desde el cero/
                                                                      otra vez, renovados, al infinito”.

                                               Juan José Saer, en: “El culto del cargo”.







                                           Obra del artista peruano, Joselito Sabogal. 




PRIMER CAPÍTULO: Hélices quebradas




El genio de la duda

                            A mi madre, por su espera de cuatro años.
                                    Buenos Aires, 25 de febrero de 2003.

Con la neblina partirá el poeta
a lanzar semilla en sitio ajeno
y a iniciarlo todo.
Ya no tendrá la madre cerca, en su ciudad,                                                      
el rayo de sol, la profecía agorera
de su bola de cristal.
Una esquina ruidosa para recostar su calma,
endeblez de un naipe equivocado.
Con la primera neblina partirá el poeta
a tantear el mundo con el genio de una lámpara
y una pócima milagrera ante la duda
de una tabla desolada.
Después no habrá más códigos ni leyes
ni palabras para calificar todo lo innombrable,
la imprecisión también puede salvarnos
cuando la saeta se dispara y el poeta ya no vuelve.

Torpe destino
          
Un hombre escruta la huella que no pisa
y echa en el baúl los desacuerdos
textos insolubles que han salido de su boca,
comete perjurio y blasfema de sí mismo
con un extraño temblor de piedra desgastada.
Un hombre enciende luces sabiendo que él
no existe
dilata sus espacios y cambia sus rincones
pues teme morir de aburrimiento
recoge caracolas allí donde los sitios apaciguan
soledades/ tiene en sus ojos dibujado el disfraz
de lo inconcluso/ torpe destino para una impaciencia
que podría asesinarle.
Desconoce que la prisa atrae al infortunio
pero se sabe espalda-arco-feudo.
Este hombre agoniza sin saberlo,
tierna partida para una ascensión
más lenta y angustiosa.
Transgredir espejos no ha sido nunca comodidad,
para su tristeza innata de revólver sin gatillo.
Un hombre se suicida a quemarropa,
juego fatal de los que ya no buscan explicaciones/
si no muy lejos de sus ojos
Bola de Nieve se apuñala las venas
sobre un elefante blanco y grita:
"No puedo ser feliz".  
               
Febrero inoportuno.

                    “(...) mi cuerpo en el barullo repitiendo (...)”
          Reinaldo Arenas, en “Voluntad de vivir manifestándose”.


Febrero se me fue yendo como se marchan las oportunas noches,
con delirios de fiebre que se cansan y empapan las sábanas oscuras,
con olor a alcohol de taberna vieja y dolor de pésame incierto.
Febrero se me fue desdibujando bajo la tibia e indeleble mirada,
enclaustrado en una boca llena de lisonjas y pálidas sonrisas,
de timbres telefónicos-de espejismos dentro del alma.
Así llegué a febrero con la tristeza de haber partido definitivamente
sintiendo ahogos en el corazón sin encontrar antídotos ni pócimas salvadoras.
Ahora que a falta de escuchar silencios
sólo atino a enterrar mi mano en la mortaja húmeda,
pienso en ese instante fulmíneo de la danza
                        despojándome de todo... de cuerpo y alma.
Febrero se me convirtió en una llaga que no sana, en el gusano que me roe
                                                  por dentro sin dejarme respirar,
en musiquilla monocorde y falsa para los tristes reencuentros,
en mapas errados que no conducen a sitio alguno, en pañuelos blancos en las ventanas,
en ciudad bombardeada y gente en las veredas con cara de desconcierto,
en partes meteorológicos inexactos, en feria de artesanos de dudosa utilería.
Así llegué a febrero, llovizna cabizbaja, almanaque osado
                                                                      con un 30 inexistente,
penuria-arroz partido-flanes caseros- malanga con pollo-turbulencias de avión
                                                                                 en una paraje indescifrable.
Febrero se me fue como se fue mi madre- en la madrugada- con pausas,
                                                                                               pero de prisa.

                                                                Buenos Aires, 2-5 de marzo de 2003
Inacción en el establo vacío



                        “(...) esperando cada día, cada noche, esa otra luz
                                   que no vigila la persecución de algún objeto”.
                                     
                                           Reina María Rodríguez, en “Violet Island”

Me engullo la codicia y el ruido del agua que dejaron mis padres sobre la mesa/ me trago hasta la última palabra que no dijeron/ aquel error de cálculo cuando mi madre ovulaba sin guantes blancos/ ademanes y explosiones de un quinqué que encendió a destiempo./ Lo masticó todo/ hasta el polvo de mis muertos y el alquitrán en mis narices./ Ya no tengo tiempo para tanto drama aburrido/ para tanta aparición inmóvil que me ronda/ Todo se cuece y se hace pensamiento/ náusea que no cesa/ rebuznar de campana justo a la hora suicida/ sexto piso con balcón indiferente./ Vuelvo a la esquina  a buscar nuevos brotes y sólo encuentro un sexo improbable/ agujero de establo vacío/ migas que alguien esparció cuando la liviandad se volvía tedio./ Estoy desnudo frente a la cruz, cae la piedra y se comienza a cerrar el nudo sobre mi cuello. /Amanece en la región antigua y todo huele a toalla húmeda/ a pupila seca/ a oxígeno sucio en un retablo que nunca ha llegado a parecerme ajeno./ Los párpados legañosos intentan limpiar mis suciedades/ comen de mi alimento con impúdicos gestos de hambre insatisfecho/ me corroen por dentro las asperezas/ rinden culto a un cuerpo que cambió y acumuló adiposidades para siempre./ El tiempo es fusilado sin juicios sumarísimos/ es el arte de una legalidad que clava su aguijón entre las carnes de los vivos./ Lo improbable vuelve a ser ecuación segura/ anhelo de paraíso cercenado por la vida./ Mientras tanto, yo sigo allí, en la mesa abandonado a la inacción/ al desdén de la pesada puerta/ simulando tanta delicia que atraviesa mis entrañas/
                         alimentándome de las migas dejadas por los otros.


Arca de Noé

“Es cierto: el derecho a ser héroes se conquista”
Slogan revolucionario

Hemos perdido la tierra desde que comenzó el diluvio,
en esta diminuta arca sólo se escucha el ronquido
de ratas y palomas,
feliz destinos para las aguas feroces
que terminarán inundándolo todo con la procacidad
de buscar un nuevo orden.
Sostuve la centella azul con mis dientes,
pero nunca me fue entregada la llave para llegar
a paraíso firme. Anduve, caí, adopté la risa del pez
con la llama y su eterno crepitar de lentejuelas
circulando muy cerca de las alas del diablo,
sólo que el mar borró, una vez más, mis huellas
sobre la arena.
Gocé de las pesadillas en la oscuridad del foso
imaginando recalar en una ribera sin la memoria
de otra partida.
Alguien torció la cuerda en medio de la tempestad
y algunos corazones frágiles escucharon el tañer
del arpa con sonrisas de vencidos a la deriva.
Nuestra suerte esta escrita: somos un amasijo
de bestias y ángeles con una costumbre enfermiza
para las tristezas y los perdones.
Sólo unos pocos siguen buscando un puerto seguro
donde recostar su espalda o una playa desierta
sin arenas movedizas.
Mientras, yo escribo e imagino bienvenidas
en este río rojizo adonde no llegará el arca
con su angustiosa manía de no alcanzar el horizonte.

Buenos Aires, sin mar. 22- mayo de 2003.
                                                                           
Cábala
                             
                            A Dulce María Loynaz, la mejor de todas.

También yo quise tener una cábala para inventar enigmas y dormité bajo un vientre con olor a cenizas y limón maduro. Nadie me esperó a la salida del puerto con un pañuelito blanco y tampoco escuché la feracidad de un río refrescando la rivera entre árboles sin luces a punto de fenecer por tantas sombras. Silencios, sólo silencios acompañaron mi andar de paje sin cortesanas ni bufones en cortes que sólo existieron para recordarme que nunca fui noble. También yo blandí mi espada por las causas justas, sólo que mi dardo siempre tuvo la punta mellada y hasta ciertos cristales azucarados con que dorar la píldora al enemigo. Yo también tuve una máscara que nunca usé en las noches orgiásticas de abril pues era más necesario tener guantes blancos para no mancharse las manos con tanta abulia y un pequeño espejito de lata que recordara orígenes y evitara caídas sin sobresaltos. Cuándo podrán romperse estas ataduras al borde de la hoguera sin dejar que cueza sangre en esta olla tiznada, triste remedo de la lumbre que un viajero posó sobre mi cábala. Ya no descifro enigmas y temo a la leña con olor a cenizas y limones maduros, aburrido de tanta punta mellada, guantes blancos y faroles que ya no prenden ni cuando se escucha el pregón matinal. Al parecer ya no se despierta                 nadie.

Oveja fuera de rebaño

                                        “(...) honrado será el que no altere la
                                          balanza de pesar las culpas/ y valiente
                                          quien acepte el castigo/ y ha de crecer
                                          quien comience a andar después de haber caído”.
                                                     
                                                         Éxodo, Celima Bernal.

Vengo de desahogar mis rabias
bajo el árbol de las lamentaciones
con mi atormentado esqueleto ya sin piel
lacerante y bordado de magulladuras
a punto de quebrar el cristal que le
inmuniza de los cuervos inclementes.
A quién le regalaré la terquedad de este sollozo
y quién recibirá la última mirada compasiva
cuando el tumulto arrastre río abajo
la certidumbre que me seca.
Los amigos no imaginarán cuánto recé por ellos,
recostado sobre el brocal del pozo
donde apenas se dibuja el fantasma
de alguien que deseó crucificarme
 tramando con alevosía y prepotencia
                                     sus silencios.
De nada servirá que cadáveres y máscaras
con caras de Dr. Jekyll y Mr. Hyde,
torpemente abandonadas en el recodo de mi espalda,
intenten convertirme en el ser taciturno que fallece
o que alguien disfrazado de Dios
asesine su ternura con gestos de premeditada resurrección.
Lejos, tan cerca de la agónica palabra que se pudre
sigo almacenando la alquimia de quienes
saludan y aplauden la furia de la oveja
fuera del rebaño, ante las nuevas luces del mundo.


Uno

                       "(...) engañosamente se presenta como el confín
                           de la promesa que miente con labios  de oro".

                                “Un bamboleo frenético”, de Virgilio Piñera.


Uno es como un fantasma que anda los caminos
con la voz apretada y las sonrisas escondidas
buscando la verdad como alquimia de
                                                     existencia
repleto de caballos cerreros/
orinando en cada almendro que relame el mar
con la firme certeza de encontrar el equilibrio
aunque sólo camine sobre muelles podridos.

Uno es el frío, la terrible doblez de la ventisca
que renueva sus atuendos
en otro cuerpo maniatado por las interrogantes,
acosado por los recuerdos de quienes reconstruyen su propia
desmemoria. Uno es tantas mentiras que no dijo/ tantas verdades
que inventó/ tanto hombre insatisfecho
en una ciudad equivocada /Uno es tanta presencia
hambre-desvelo-rama-de-árbol-retorcida-corazón-sangrante
cama-triste-noche-áspera-con olor a desconsuelo ensangrentado.

Uno es tanto nuestro padre ante el espejo, tanto preservativo mugriento/
tantos silencios dentro de los ojos/ tanto-oportunismo-enmohecido
enmascarado-a mansalva-por-las-manos/ tantas traiciones esperando
en las esquinas. Uno es tantos muros que se caen/
la insoportable desesperanza de aquellos camalotes arrojados al río.
Cuando pasa el miedo somos eso, follaje golpeado contra las veredas
verdades como putas que se derrumban en los casinos.
Uno es tantas cosas que no tuvo tanto desconsuelo enmascarado
                                                                    tanta-mirada-tibia.


Espasmódico baile, bautizado mar

“Pero soy esto, la mala roca que busca
erupcionar en las entrañas del poema,
parir su libertad, sin nombres,
como un islote escondido entre las olas”.

Abel González Facundo, “La isla de Virgilio”.

La masa de agua fosca y verde me devolvió su resaca
cierta rabia de naufragio justo en medio de la nada,
como un buque fantasma que junta cadáveres
y luego los devuelve a la orilla
para que sean enterrados en el limo putrefacto.
El mar se fue amontonando en mi espalda, en mis costillas/
entre los confines de mis piernas, por tanto peregrinar
amputado a hachazos, a punta de cuchillo/ por tanto camino salobre
y espasmódico entre tablas salvavidas que desaparecen tragadas
por esa porción de líquido difuso al que todos vuelven en rito/
(recordar que sólo el culpable regresa dos veces a la escena del crimen)
para agradecer al silencio que le da fuerzas, que lo alienta a seguir
o perderse entre la multitud de la gran ciudad donde nadie repara en nadie.
En definitiva, ese es el sino de los que rompen sus naves,
partir para retornar a un muelle equivocado/
intentar reconstruir su existencia para terminar siendo ni de aquí ni de allá.
Yo también heredé una gabarra, un pedazo de barcaza
para cambiar el cuadrante difuminado a fuego, pero nunca reparé
en la isla adónde nacía, ni en la inexistencia de un camino de ripio para la estampida donde esconder los infortunios que bucean algún antídoto
justo cuando cae la tarde (y todo se inmoviliza).
Entonces salgo a la proa y siento la caricia salobre y obstinada
esa música atávica del ir y venir que todo lo disipa, engulle y corroe/
lanzo mi velamen sobre las cabezas y desato los cabos
para franquear una salida del puerto, observo las bollas y tuerzo el rumbo,
puras veleidades intelectuales de ciudadano que olvidó su lugar
y ahora intenta habitar otros dominios, aunque sólo sea pura ilusión
trasnochada de alguna pesadilla no contada a su psicoanalista.
Escapo, huyo, me sumerjo, pero apenas es una alucinación
como recordar cementerios, epitafios y piedras que nunca puse sobre bóvedas,
antiguas pesadillas para cuando ya no quede ni mar, ni barcaza, ni bollas y el muelle se haya esfumado en la neblina del tiempo.

21 de octubre, sin sextantes ni brújulas.


Interrogantes cosidas a las puertas.

No preguntes quiénes quedan, no preguntes
las calles han resultado dilatadas/ pero vacías…barridas por
una bocanada de aire febril, casi bochornoso,
la poca gente que subsiste mira desangelada y abúlica el calendario
que se desliza como uva seca… las vidas han quedado suspendidas
en el umbral de las puertas y bajo los pocos campanarios en pie.
Cansina las abuelas cosen y descosen los mismos vestidos
que sus nietas ya no quieren llevar a las escasas fiestas
(“hay muy poco que celebrar”, dicen solemnes las viejas).
Muchas paredes de veteranos edificios yacen sostenidas
porque Dios existe y la cultura de la ruina campea ciudad abajo/
buscando alguna viga escondida donde guarecer los miedos
al derrumbe y la mirada de la policía que todo lo observa
impúdicamente, casi con interés malsano, con codicia impropia
para la decencia ciudadana.
No preguntes cuántos escaparon clandestinamente, no escudriñes por
discreción profana, te lo ruego.
se van advirtiendo descomunales vacíos en medio de la tempestad,
entre los fragmentos de reuniones políticas adonde pocos acuden
(pues ya no hay nada que discutir- se perdió el interés
al monólogo vacuo)y hasta los discursos conminando al combate
y los ejercicios militares arrancan grandes carcajadas
en medio del clima suicida que todo lo pinta sepia.
Casas destartaladas por la humedad
carcomen las estadísticas que paralizan el alma
de los organismos de vivienda; el paso de huracanes
mengua los recursos - y posibilidades de salir a flote -.
La ciudad de las carpas progresa, se asienta impiadosamente
al margen de las rutas desde donde se miran los trenes fantasmas
casi exánimes de mercaderías para llenar el tiempo de la gente
que piensa en lo que pudo ser pero quedó a la vera del camino
por negligencia y tozudez doctrinal.
No preguntes cuándo lloverá el buen destino, ni lo intentes
por cordura/ todos se acostumbraron a bajar sus cabezas
y ya nadie tiene tiempo para predicciones agoreras bajo el Sol…
ha sido muy dilatada la expectativa
y no hay cambios perceptibles, que limpien el ánimo de parálisis
y fobias que solo conducen al patíbulo sin bonanza, a la expiración.
La gente se remacha a las espaldas el síndrome del exegeta derrotado
y solo acierta a calcular los días en que subastará en el infierno
una pelea que ya sabe adonde conduce y lo ha dejado maltrecho
y sin “escudo donde mirar arder la derrota”.


Noche de Pesaj

                              "Mi corazón no es una puerta,
                                sino el recurso de los fusilados,
                              una pared endeble y arañada,
                                                               si acaso".
                     “Poema XXXII”, de Juan Antonio Molina)


En el marco de la ventana está la copa de vino/
circuncidada con el mejor licor sangre de Cristo,
allí yace pese a los socavones de la noche
y la lluvia de agua bendita que cae de un cuadro crucificado
                                              en el dintel de la puerta.
En la esquina de la máscara para sostener nuestros silencios
está el recipiente con sabor a uvas amargas para el profeta Elías,
que pasará entre las sombras a beber del contenido y seguir su camino.
A cambio nos dejará como testimonio de su existencia: la copa vacía,
esa implacable luz que no consigo apartar de tu plomiza calma.
Tengo para regalarte en esta Noche de Pesaj un pez que me traje,
para recordarte siempre mi desdicha por no tener un mar
                                                                 que apacigüe el aliento.
¿Qué puedo hacer si me equivoqué de rumbo y siempre sentí hostilidad hacia
los cuadrantes y los mapas desplegados?
Nunca supe que en esta vitrina estaba ausente el mar
para eternizar las palabras.
Tengo para entregarte estos dos lápices con que escribiré de las peleas
y las lanzaré al fondo del pozo para sostener los sueños que naufragan
entre las brasas y el aleteo agónico de las mariposas que socorren la terraza.
Hablo de un tiempo de raras celebraciones y liturgias de mazapán
que se escabullen entre los visillos de nuestras borrosas ventanas.
Pero el reloj transcurre como el silbido
de un tren que sube una escarpada colina sin dejar rastros/
sólo la quieta huella devorada
por los huesos frágiles de estos tontos amantes.
No quiero que anochezca sin mirarte de frente
pues siempre cargo con estas valijas
hacia mi propio encuentro y aún queda abundante vino en tu sabio nombre.
Estoy moviendo a la deriva mis huesos dentro de un túnel
y la canción de las cítaras es engañosa.
Sobre las claras tempestades homicidas temo mucho
que lo dicho ya lo hayas escuchado en otra historia.
Eres tan inocentemente torpe que no consigues entender
que cuando cruzas los brazos sobre tu pecho soy yo el que resucita.


Ala rota

                      "Soy el pez de la bahía/ el de las corrientes grises/
                  el que amanece otra vez bajo los barcos/ o bordea la
                      costra de petróleo en el diario desuso de la vida".

                               “Apremios” (1989) Ada Elba Pérez.


Hay un rostro de ángel arrebatado de equilibrio
harto de la oquedad de los discursos y las herejías,
develando su torpeza frente a los espejos,
cerrando portazos ante algún asomo de ciudad húmeda
perdida en un pasillo intransitable.
Cansado ha venido a intentar su último ascenso
su despegue/ antes de estrellarse contra el diente de perro
y la palabra inválida de cierta ala sujeta a una cabeza,
al borde del precipicio y la colina.
Hay un rostro amarillo desde su retrato
hinchado por el miedo que le cuece la pupila.
Nadie salvará su caótica plenitud de crisantemo roto
su sediento vagar por los confines del mundo
tras el polvo extraviadamente gris
de una sospechosa despedida.
Sus sueños no volverán a tener aquella vocación de altura
aquel existir de cometa blanco de domingo,
frágil memoria de vuelo roto hasta el cansancio,
angustia de pájaro acorralado por el rugido del mar.
Después sólo escucharemos el eco peligroso y la caída,
cierto derrumbe danzante que no alcanza el equilibrio,
pretexto vacuo para erigir un monumento de hélices quebradas
                                                  en medio del camino.

                                               Buenos Aires, 26 de julio de 2001.


Imperfectamente la nada

                       “(…) el ojo lascivo/
             socavando la pesada mugre del tiempo/ enamorando”.

                                          David, de Francisco Morán.


Ni siquiera fantasear que existe algún deseo/
una metáfora perdida en cierta esquina opaca.
Ni siquiera imaginar que haya arrojado su cuerpo
en el camino, despojado sus ropas, saciado su sed/
en el vino ácido de un cántaro roto,
donde atan sus tristezas los bienaventurados de este mundo,
                                                                    los peregrinos.
Yo conocí a cierto señor con embarcaciones de poco lastre/
las bendecía con los reflejos proveniente de algún faro fantasma
              en la medianía ignota de una isla con mala prensa/
las lanzaba al mar con la furia de Odiseo,
sin pensar en algún puerto seguro
sólo en un derrotero ilusorio fuera de sus costas,
                                        en una escapada a tiempo.
Somos imperfectamente la nada/
esa luz irreflexiva que lo cobija todo
sin pensar en los animales cabizbajos que van al matadero.
Somos imperfectamente la vigilia/
las escaramuzas y equívocos de algún pescador
que se pierde en la inmensidad que lo eterniza.
Somos la nada imperfecta/
un grano de arroz tendido al pie de un plato de lentejas rancia
                                                          que nadie come/
peces claros que saltan dentro de la tarralla y el morral
para terminar sin cabeza, puestos en orden de prioridad
                        en alguna sartén con poco aceite.
Somos imperfectamente el deseo
el impasible ocio que atraviesa la ventana
para dar luz a un velador estéril,
donde alguien lee este tonto poema
imaginando marineros y putas que invitan a beber
sin aliento en ciertas tabernas con puerto oscuro de fondo.
Siempre el instante imperfecto del encuentro/
eternizará el incurable hedor a tregua en alguna cama al amanecer.

                                                         27 junio de 2005.
                                           Buenos Aires, día húmedo si los hay.


Un lugar en este mundo.

                               “(...) en un lugar arcaico y sin orillas”.
                       De Juan José Saer, en “El arte de narrar”

  Silencio se quiebran los horcones carcomidos por la humedad
   prolifera el musgo verdinegro de la soñolienta despedida.
   Los párpados caen como el telón roto de un desaparecido
                                                                            circo de barrio
  donde el león fue muerto en combate y terminó en las fauces
                                                                                      del payaso/
  allí donde la explosión hizo añicos los trapecios de la retina
  y cierto olor a muerte se hospedó en el umbral de nuestra carpa.
  El azar, esa desnudez de agua mansa para saciar nuestras sequedades
  busca su resquicio dentro de la casa vacía./ desciende las escaleras
  y se pega a la bóveda del techo/ se apaga el fuego del hogar sin leñas
                                                                                                     de la sala.
 La pereza desciende  por las paredes despertando a los ruidos            
                                 que deslumbran por su decantada precisión.
  Inocentemente se crucifica la tarde / deja su lugar en el zaguán, donde
                     el viento bate el tedio de la aldaba sorda y herrumbrosa.
Después tan sólo el paraíso/ un estrépito de vidrios rotos/ cabezas
envejecidas en pasadas primaveras / reuniones que se
prolongan sin acuerdo alguno/ desarmaderos de autos que ya no van a
                                                                                                 sitio alguno.
La luz atenazada por la limosna de los que no encuentran su lugar
                                                                                   en este mundo.


¿Cuento de hadas?

                                “Qué difícil ser humano y estar lejos”.
                                        De Casa vacía, Odette Alonso.

Yo que no vivo en Escocia/ y no he visitado nunca un cementerio de hadas/
ni he estado a punto de tener una doncella del verde color de los bosques/
ni guardo en mis bolsillos la dicha de la eternidad/ y tampoco conozco el
misterio de las conexiones pasionales entre hadas y hombres/ ofrezco mi
triste ordinariez y mi paciente espera/ para las sacrosantas noches de incomunicaciones clandestinas./ Yo que no nací en Escocia/ ni he visitado nunca un cementerio de hadas / extravié mi dulce paciencia tras el vértigo de tus inseguras alas/ y las pifias de nuestras inconsecuencias y disculpas no confesadas./ En definitiva, ya muy pocos creen en las hadas/ y Escocia sigue siendo un punto remoto e invernal/ que las guías turísticas se empeñan en seguir presentando como el mejor paraíso para los seres humanos.

Sincronía vital en cautiverio

Un pequeño pez se me escurre de la boca
Aletea casi vivo y se zafa de nuevo de mi anzuelo
Antes de caer oblicuamente al agua inerte
Que lo volverá a entrenar para que no pique con gula comida extraña,
Maldigo, intento capturar con impaciencia y bromeo con que vuelva a aparecer
Pero no sucede porque preferirá morir de hambre
Aunque – como decía mi madre – el pez por la boca muere.
¿Será que juego a la grulla con las patas mojadas
o sigo metiendo la cabeza en el agua para no ver lo que ocurre?
El paisaje se torna resbaladizo, anómalo y hasta con olor a captura barata,
Pero yo sigo pensando en mi peje que no regresa a danzar entre
El espejo de agua opalina y mis piernas que se resisten a estancarse.
Una rana salta de mi boca y se mantiene callada, muda
Gira y tuerce su camino buscando algo que no halla,
Teme ser devorada en esa ley de la selva en que se han convertido las palabras y los disimulos. Mira de lejos y advierte tarde que un pico
de pájaro la destrozara irremediablemente,
Para continuar esa cadena alimentaria, apodada sincronía vital.
Verdinegra la rana se agita agresiva pensando en su mala suerte
y muere del susto…el pájaro la desecha, pues no está acostumbrado
a comer animales indefensos e inertes. Su pasatiempo está en la lucha,
en ese cierto temblor que provoca el salir a buscar el alimento
cerca de una charca insular que se quedó paralizada en el tiempo
pero donde aún hay animales extraños que pugnan por quedarse
y su instinto de conservación es lo único que los mantiene vivos.
En mis ojos se amotinan un grupo de lagartos en cautiverio
Intentan rectificar un paisaje que se ha tornado gris en demasía
Despiden olores de reptiles en celo que buscan vírgenes árboles
Donde recostar sus largas colas y sus ingenuas cabezas.
Un silencio se apodera del espacio, petrifica los cuerpos
Y mis lagartos caen bocabajo al pretender volar para salir huyendo.
Entre mis piernas ha crecido un flamboyán de vivos colores
Se mece alegre aunque no haya rocío que lo bañe
y pide a gritos su pasaporte de vida: algún nido para sentir el gorjear de los cascarones rotos. Entonces el cielo se contrae y un tornado
lo desclava todo de cuajo. Chorrea un agua compacta con sabor a memoria
y el ciclón embiste con fuerza borrando del mapa el pequeño islote.
Sólo queda en pie una ceiba con un cartel clavado en su tronco
donde puede leerse con muchas faltas gramaticales:
“la conplicidad es una henfermedad que mata como el cilensio”.

Buenos Aires, 8 de noviembre, sin cartillas ni tornados
que depuren.


Aguas baldías


“Hay ausencias que son como el olvido/ que empolvan madrugadas y semillas
que se fueron perdidas a esos mares/ donde nunca podrán ganar la orilla. Hay ausencias que rozan con el alma/ mariposas celosas del espacio, austeras, prisioneras de las flores/ que te ponen su miel para los labios (…)”

                                        “Ausencias”, de Liuba María Hevia.


Tengo una omisión posada entre los ojos, un destierro
Que sale a rondar confusiones, como arpones contra un malecón blanco,
Agua mansa - agua viva - agua fétida y muerta que revuelve
Como una bestia enferma eructando aprensiones y pesadillas
Cual parodia terminal para rematar entre balcones vacíos y fantasmas
próximos a caer ante la mirada ejercitada en la ruina.
¿En qué se ha convertido nuestra ciudad yerma/a-islada?
Afuera sólo se divisan estatuas huecas, almas pétreas
Herrumbre con hedor a orín y paredes fracturadas
Que ya no podrán cimentar jamás aquel delirio de los dioses.
Mis alrededores están enceguecidos por tanto azote-fiebre de la noche
Que alguien bautizó (con poesía sarcástica) macula lunar;
La incorrección nos redime a pesar de las voluntades en pugnas
Y una gran carcajada-algazara-jolgorio se hace presente.
¿Quién muere con la lluvia como una palpitación extraña?
¿Quién echa su canícula que se esparce entre los huesos de la espalda?
¿Quién fatiga los claustros con la insana intención de conquistar un cuerpo vacío? Entre mis brazos y tu vista confusa se ubica un nubarrón turbio, una puerta violada que ha terminado por convertirse en telón enlutado, en líquido fecal que circula calle abajo. Apenas puedo retener tanta podredumbre, mitigar tanto légamo que ya amenaza con salinizar mi corazón/ con paralizarlo de ausencias, con quitarle integridad. ¿Para dónde vamos confundiendo esa frontera?
¿Quién será el héroe que edificará otra imagen que recuerde menos a un naufragio en aquel estrecho de agua baldía, donde nada es permitido.

Buenos Aires, 15 de diciembre 2010.
(Entre canciones que faltan y distancias).

                                                          
SEGUNDO CAPITULO:      Itinerarios /Fronteras


“eres aquel que vuelve
a borrar de la arena la oquedad de su paso;
el miserable héroe que escapó del combate
y apoyado en su escudo mira arder la derrota”

José Emilio Pacheco, “Éxodo”.


Errante borrasca en sitio ajeno.

“(…) el cuerpo volverá a ser un jubileo, una acción de gracias (…)”

Abilio Estévez, “Manual de las tentaciones”.

Elegir entre un espejo y una puerta
entre un pequeño cristal con azogue y una astilla ligeramente vana,
sortear ese ínfimo resquicio de libertad que sorprende,
sobre todo viniendo de confines geográficos desdibujados,
de archipiélagos en estampida, de tierras que el viento esparce
huracanadamente como aquel eufemismo dicho de consuelo
(ante la primera arruga en el rostro);
preferir cristal o añicos, leña de árbol caído o vanidad narcisista.
Y si por alguna malsana casualidad (que también causalidad)
detestara las alternativas, los concilios ante el vidrio inerte,
empañado del vaho cálido de la ducha o el susto ante lo desconocido
que llega, que se asoma con rostro de duende
o las interrogantes excesivas conducentes a la nada
a la espiral de un destiempo nuevo que se calcina bajo mis zapatos.
Me desvisto frente al cristal y no quiero mirar
los signos que la intemperie almacenó bajo mi abdomen
no deseo advertir mi piel reseca, cuarteada por la falta de líquido y colágeno
mis párpados caídos y cierta carnosidad bajo mis ojerosos fulgores,
las noches de vigilia dejaron sus huellas visibles
ciertas señales de un imposible reverso.
Y pensar que nos pretendíamos Todopoderosos,
en permanente equilibrio, inalcanzables machos cabríos
que desandaban las calles (en irreductible aventura)
y todo aquello era otro acto de magia, otra premonición a destiempo.
un relámpago en sitio equivocado, una borrasca en el horizonte.
Cierro nuevamente la puerta para dar cabida al secreto y escucho
por única vez tu voz acorralada, la falta de aire en tus pulmones
y aquel gesto de: “ya nada me turba, voy camino de la muerte”.
Observo el ventanal del cuarto y veo pasar tu sombra, tu alma en destierro
como una fulgor de quietud, tal vez una nimia reliquia oscura
que vaga errante por aquella casona desmantelada
(sin hipótesis de regreso cierto).

  Buenos Aires, 14 octubre/2009, entre el tedio y la sombra.


Oraciones en el pabilo de la vela

“Cuántas veces has tenido que beberte las lágrimas de hiel
de no ser puro como un ángel”. (*)

*Cintio Vitier (1921-2009), en “Examen del maniqueo”.


Lo queríamos todo hasta la “carne de los dioses” (*)
y nos contentábamos con vivir entre relámpagos y peces
frente a aquella bahía turbia que parecía regurgitar sus tumores
y sus procacidades abruptamente, sin darnos tiempo al respiro
hondo, a la salvación redentora, a la salida a la superficie.
Jugábamos a inhalar todo el aire salino del maderamen/
mascarón de proa-isla a la deriva sin cuadrante ni destino fijo.
En constante crepúsculo intentábamos llenar las alicaídas alforjas
para la hora de la cena, sólo que la familia habitaba varios archipiélagos
y el cónclave no era permitido por razones de distancias,
de fuerza mayor, de salvoconductos que nunca aparecían
ni en las horas luctuosas.
Tampoco teníamos mucho que llevar al exánime paladar, que
extrañaba los dulces caseros y los asados de la abuela,
pero eran otros plazos y nada se podía hacer más
que engatusar la panza, tener paciencia y rezar.
En la cocina se escondían los menguados víveres
para la hora de las tempestades e ingeríamos a cuentagotas
pequeñas raciones de guerra que alcanzábamos a comprar
en el disciplinado mercado, con dinero proveniente de la vituperada
y salvadora diáspora familiar.
Las comunicaciones resultaban tan caras que apenas podíamos
con esa sensación de orfandad de la que intentábamos
sobreponernos (estérilmente), entonces éramos sacudidos
del letargo por los dioses con sus carcajadas heréticas/
sus palabras de amargo dulzor y algún que otro cadáver exquisito
(ahogado en una mazmorra de clausura).
Las letanías de palabras desde algún periódico intentaban
sentar dogmas cuando la salvación no estaba en exhibirse
por el mundo con la desvergüenza de quien tiene poder testamentario
y pondera su suerte en ese ejercicio del afuera, de simular ser Dios.
De noche las fuerzas del mal jugaban a desatar adversidades/
a alejar los números de la suerte entre alcohólicos de zaguán
y muchachas que exhibían sus labios rojos como un carnal instrumento
de fajina y ponían anuncios calientes en páginas web
con el deseo de encontrar algún aristócrata sin escudo familiar,
pero con pasaporte europeo que las rescatara del tedio y la inanición.
Un mal augurio lo histerectomizaba todo
y nuestros hijos tatuaban en sus piernas
aquella bandera de tres colores que ya enrumbaba esquiva
al fondo del mar…pero había que respirar,
aunque más no fuera un bocanada/ escapar de aquella rutina-amorfa
y sólo quedaba la ficción, seguir diciendo torpemente:
“¡Seremos como el Che!” o “¡Patria o Muerte!”, con el desconsolado y engañoso:“¡Venceremos!”, sabiendo que el territorio
de la luz estaba en eclipse creciente y condenado
– ya nadie lo dudaba - a la colectomía por tozudez senil.
En la noche arder como signo perpetuo de cualquier hoguera
nos llenaba de pájaros las cabeza y rescatábamos la fe en el silencio/
entonces creíamos que aún era posible la esperanza en el pabilo de la vela pero nuevamente el vendaval mudaba sus halos
batía con furia sobre la llama y la luz vaticinaba otra nueva ausencia.
En esa desazón cielo abajo se nos iban los enojos, tantas treguas,
tantas oraciones, se extraviaban las respuestas y los límites buscaban
sus resguardos en otra habitación con espantos de sombras.

Buenos Aires, 3 de octubre, sin estampita alguna.


Retrato de voyeur con almendra madura

He sentido los pasos del éxodo entre las huellas de otras manos,
 - parecidas a las mías-
agazapadas bajo el cono de sombra, intranquilas por las turbulencias del avión
cuando todavía buscaba una razón, un ligero consuelo a tanta partida,
a tanta casa vacía, archivos resignados y documentos acuñados inexpresivamente. He llorado de frío dentro del lecho escarchado de aquel hotel donde una nevasca no alcanzaba a apagar la vela tótem
                                                               (semi-caliente y quieta),
que desparramaba su esperma mortecino, como esa luz del farol que se derrapa hoy intermitentemente desde la calle sobre mi cuarto / alucino con un sudor naufrago entre enanos de Liguria que no llegan a acomodar un nuevo rincón. Emerjo en cada madrugada cuando los pies me pesan como cemento seco/ la oscuridad a sorbo se disipa sobre la cama y la alfombra… entonces sólo alcanzo a avistar aquella aguja herrumbrosa con que mi madre cosía mis medias rotas de tanto andar en el patio del limonero macerando azahares. Ah, Dios mío, si tan sólo pudiera voltear el almanaque treinta años con mi máquina del tiempo y volverme a asomar inexpresivo y sigiloso a la ventana para contemplar la cotidiana escena del viejo Buick verde loro saliendo del garaje y mi perra Katiuska tranquila con cara de nunca me abandonen esperando saltar al asiento trasero, camino de la finca en Candelaria. Ahora subsiste una sospecha única, que se debate entre otros rostros familiares, un son del hechicero que escucho a fuego en las noches repetidas, atávico gesto que denuncia cierta certeza fútil como el agua, el fuego o el color de aquellos ojos de mi madre sin idea de tiempo. Vuelvo a rebuscar su contorno clandestino, aquella sonrisa, aquel tedio de voces, cierto discurso germinado y únicamente encuentro palabras repetidas y una gota de lluvia que no alcanza a empañar ya ni mis pupilas cansadas. Un murmullo de hojas resecas, con olor de mango dulzón podrido me seguirá persiguiendo, junto al amargor en la boca de la almendra madura que manchaba mis dientes. El camino ha sido revelado: errático, de inconfundible sello mortecino como el eco de adioses que siguen repitiendo mis oídos y aquella imagen de cal y bruma contra la verja que me acompañará de abrigo cuando ya no queden ni trazas ni penas para contemplar y almacenar como extraña idea de tiempo peregrino.


Buenos Aires, regreso de frío polar, 28 septiembre 2009.


Intento a medio camino


Desdibujada la mano se deja
posar sobre la ingle,
ese espacio de la rutina que
alguien deja entrever con lascivia
hurga, escarba, se adentra, remueve, excava
terminando humedecida y pestilente,
pero henchida de gozo, como la primera vez.
Quiere negociar esa leve fricción interna/ casi dolorida
el goce pecaminoso, la oquedad perpetua
la intromisión vulgar hasta donde pueda llegar,
y el desolado poeta ausculta-curiosea-degusta-olfatea
para después sentarse a llenar- tantas veces lo ha hecho-
de vaguedades y caligramas
el pequeño papel-pantalla-cono de luz,
que luego permanecerá amortajado
sin ilusión en algún melancólico archivo
cripta anónima, pasadizo ignoto... el primer descenso a los infiernos
hasta llegar a la morada final: la papelera de reciclaje de la PC.
pero como los otros también tendrá su cuarto de hora.
¿Qué lo inquieta tanto y le saca los gestos más tímidos
las desazones adolescentes que sus 49 años habían olvidado?
Parodia y explora mientras busca las palabras que se travisten
en rito oscuro, en cierta mudez que aprendió a temer y
maldijo tantas veces cuando las voces quedaban atragantadas/ desnaturalizadas/ sin consuelo ni talento
en el socavón de la lengua, en la campanilla pétrea o el cielo de la boca
entre el pus de las amígdalas con deseos de exorcizar figuras
allí donde sólo asomaban la simulación, el retozo y la acechanza.
Pero, una vez más, el intento de poema avanza,
se detiene en el vértice
entre una almohadón con funda de lino blanco
y cuadros desnudos en la pared que ya nadie percibe.
Entonces la rima se quiebra, consigue acercarse a la
originalidad mundana, sin plagiar a nadie, sin lecturas clásicas
y vuelve a resucitar, calza nuevos ritmos,
se sacude, excita y aúlla como colegiala virgen antes de
desfallecer irremediablemente, convertida en parodia vernácula,
(como la vida-existencia misma),
justo en el segundo en que casi conseguía llegar a la frontera
a esa perfección lacerante que sólo alcanza una mano sin diálogo,
que se adentra furiosa más allá de donde debiera.

Buenos Aires, 21 de agosto 09, semana sin refugio alguno.


Agudos bemoles en tiempos de pachanga

“Di la verdad. / Di, al menos, tu verdad.
Y después/ deja que cualquier cosa ocurra”.

De Heberto Padilla, en “Poética”.


Mi hijo abre de un tirón la puerta de mi cuarto
Y se asoma al cerrado espacio,
A aquel resquicio de penumbra con vaho húmedo
Donde intento dilatar mis pupilas hastiadas
Y recuperar algunas presencias disolutas
(Entre las fotos de los fantasmas familiares de mi pared),
Y algún ramito de cedrón, que interpreta Lidia Borda,
Para ejercitar el oído entre aflicciones y añoranzas.
Dice que son reminiscencias de la vejez
Y se ríe alto, con toda la reciedumbre de sus briosos pulmones.
Mi hijo pone cara de no entender nada
Y se lanza a la calle sin temor
Feliz de la libertad que consigue día a día,
De sus rumbas nocturnas, de sus toques de santos
Entre caderas sudadas y muchachas de falda corta.
Sale con su Idde en la mano derecha
Y sus collares de Orula,
Queriendo conocer ya los destinos de todas las cosas
Preparándose para la próxima rogación de cabeza
Que le hará su Olowo,
Como si con ello fuera a recuperar el discernimiento
La calma, la concentración de la poca edad…sus intuiciones,
Y el juicio extraviado en algún libro de texto que nunca abrió
(Ni por equívoco).
Suelto, ligero de ropas en pleno invierno, con su trompeta
En agudos bemoles de pachanga
Con esa levedad perfecta de los veinte años,
Y cierta despreocupación por el azar, queriendo
Imitar a Louis Armstrong y tener fortuna rápida.
Mi hijo descree de los límites, desdibuja muros
A su alrededor todo se difumina en aventuras
Nocturnas, música en clubes porteños y escaramuzas dulces,
Con café incluido en las mañanas y camas sin hacer…
Mi hijo me dice que no ponga la alarma de movimiento
Que llegará tarde nuevamente porque grabará algún disco
De reggaeton en cierto estudio de música
Y se lleva una botella de ron porque hay que contentar a los santos,
Esgrime con desvergüenza de colegial sorprendido in fraganti.
Transpiro, exudo mucho miedo y me tumbo a dormir la vejez
Con el teléfono celular cerca, sin tierra ni arena firme para asirme
Con temblores en mi pecho y el pelo más cano.
Mi hijo no pierde tiempo… desbloquea constantemente barricadas,
Los toques de queda no decretados formalmente, sortea inseguridades,
Semáforos y esquinas en guerra, como si le fuera la existencia en
Cada escapada… “porque luego, cuando sea como vos será tarde”.
Mi hijo todas las mañanas recomienza, se ducha y se mira al espejo
Para comprobar que sigue saliendo vencedor
(De su clandestina y necesaria lucha de clases).

7 agosto/09, poema de vigilia con mi hijo por llegar.


Peaje para "difuminar" isla

“Más no hagas con prisas tu camino/ mejor será que
dure muchos años,/ que llegues, ya viejo, a la pequeña aldea”
“Itaca”, de Konstantínos Kavafis,


Ellos golpean la puerta, la tiran abajo inclementemente
las ráfagas huracanadas se cuelan por dentro de la casa paterna
(y lo tumban todo a su paso sin pedir permiso)
se despedazan los altares y los santos desnudos y tibios
caen sin quebrarse/ rodeados de un vaho a aguardiente/
a caña de azúcar, a hojas quemadas de tabaco, a palo de monte
observo cómo los funcionarios miran con recelo el álbum de la infancia,
los pocos juguetes que mi madre alcanzaba a comprar los días de reyes/
las pocas cartas que llegaban de mis tíos en el Norte,
los sellos de correos usados que yo coleccionaba para sentirme extranjero;
despedazan mi pasaporte (siempre lo hacen, es un método)
terminan por lanzarlo a los tiburones,
“pequeños privilegios” de vivir rodeado de mar
de acertijos que ya nadie intenta descifrar /de canciones revolucionarias
que conminan al combate, cuando la guerra siempre está anunciada
y los enemigos siempre pueden llegar, pero nunca se personan y sólo
mandan a sus emisarios.
¿Será que olvidé pagar mi cuota de peaje patrio y estoy en mora?
Mi encerrona insular siempre funciona
para aquellos casos en que la libertad se convierte
en un viaje-escapatoria/ salida de emergencia,
en un permiso de salida, oración dicha de rodillas
(antes de la partida)
mirando aquellos ojos de madre desde la reja de casa, esa clarividencia
que recrimina pero termina perdonando cuando ya poco se puede hacer
                             ....más que huir o cerrar los ojos para siempre.
Afuera alguien grita el Himno Nacional y recita poemas de José Martí
pero yo sigo sin prestar atención/ los cánticos de alabanza me hartaron/
siempre recelé de las voces altisonantes y afinadas
imprudentemente monocordes.
Entonces empiezo a enterrar lo poco que me queda, lo superfluo que me rodea
la mordacidad de los mensajes que escucho en mi contestador
los dobles discursos, que cada día se me atragantan más en el gaznate.
Adentro, rebano a cuchillo mi carne, la macero con vinagre y sal
y escucho un viejo bolero-antídoto que “me salve la vida y me cierre la herida”,
(si es que pudiera hacerlo... como si fuera tan fácil)
adónde me refugiaré esta vez si ya no tengo tiempo para otra estampida,
mis padres partieron y quedé exhausto,
(demasiada Padrenuestro-vano sin conseguir los tres deseos)/
Ante la casa sólo queda la polvareda de tierra roja
el hollín-estropicio que ciega, la muerte
y aquella foto familiar en el living que ya nadie recordará.
Efigie esperanza---tatuaje pegado a las retinas descoloridas
diferendo que no cesa---atavismos centenarios que perduran...
islote difuso que navega a la deriva con temor al naufragio
sabiendo que es el naufragio lo único que existe más allá de sus costas.
Aún mi perro ladra con ira e intenta huir como todos (todos se fueron ya)
pero no me quita los ojos de encima/
otra ausencia fingida me volverá a llevar al lugar del comienzo/
aquella casita-islote en La Lisa que yace dormida a la intemperie,
cerca de un yate remoto que mi padre agujereó
y dejó podrir en el mar para que no se lo quitaran
con un rotulo en su proa que decía: Iraida, fantasma que
ahora volverá a escapar para seguir llegando al sitio equivocado
                                                               -sin que nada quede –.

20 abril, 2009; Buenos Aires-desde el ático.


Polvo de tiza

“Estoy entre el Ser y la Nada,
estoy entre el veneno y mis antepasados.
Nada tengo que declarar, excepto mi Muerte”.

Virgilio Piñera, “Muerte del príncipe Fuminaro Koyone”.


Manchado de orín por la estampida de un relámpago
con cierto tufo de geriátrico, de pañal descartable, mal oliente,
caigo sobre el colchón del camastro inexpresivamente perturbado,
con cara de espíritu condenado al silencio, en shock
(vaciado de contenido, mutilado por viejas mordazas)
sacrificado por aquella sentencia de que los varones no lloran).
Desguarnecido rompo las tijeras con que me circuncidaron/
frente al espejo del patio donde padre se afeitaba/
me ahogo en la taza larga de café que mi madre preparaba
                                                 (a la hora de la escuela)
cuando no había leche de vaca y el polvo de la tiza del pizarrón
se confundía con el mítico alimento infantil/
era otra de las tantas simulaciones a que estaba sometido
pues ya tenía más de siete años y la leche había sido vetada
por la cartilla de racionamiento/ realidades tropicales de una revolución
que sólo parecía tener sentido dentro de mis pueriles tripas.
Araño la pared de mis asmáticos pulmones como dejando mensajes
por si no llegara a cumplir los quince años… entonces tenía mucho
para decir pero me habían cercenado las amígdalas con un bisturí que mi abuelo torcedor de tabaco, con entrenamiento médico, tenía guardado dentro de una caja de alcanfor/ eran aquellos sus primeros auxilios
                                                            entre el Ser y la Nada.
Afuera (sin remedios), mi maestro de esgrima se precipita
vertiginosamente al espacio con un alarido de terror,
el avión en que viajaba explota en pleno vuelo
y sólo recuperamos la mano donde blandía el estilete
para seguir dando la estocada final….,
sus medallas yacen aún en el fondo del mar destemplado.
Le lloré cinco noches seguidas y al sexto día decidí practicar atletismo
para aprender a escapar cuando las situaciones se pusieran peligrosas,
 (desde entonces mantengo una fobia incurable hacia los aviones).
Expectoro un sinfín de palabras que se me atragantan en las madrugadas
y las escupo como una jerigonza sagrada/ con verbo de acción no dicho,
un pólipo sin estadificación benigna
me crece por dentro entre el paladar y la campanilla/
se oscurece un lunar-melanoma fenotípicamente indiferente en mi espalda
pero sigo guardando la compostura sana, como me enseñó mi madre.
En la cabecera de la mesa de comedor un tío solterón
se suena la nariz en tiempos de Gripe A y busca en la guía
de teléfono una voz caliente del otro lado del auricular
                             para atiborrar sus apetitos insaciables,
ninguna persona le aguantó su agresividad secular… y se quedó solo.
Una llaga hedionda se acomoda entre los sillones del patio
y apenas alcanzo a buscar el sol entre “el veneno y mis antepasados”.
La muerte es sólo una inercia de animal irascible, un credo
que juega con avaricia e impudor a desvestir la empercudida carne
para dejarnos epitafios de tiza en algún viejo muro
                                donde nadie reparará jamás.

(08-07-2009, pánico porteño y Gripe A (H1N1)


Catalejo con sabor a sed en mar incierta

 Alguien sigue intentando unir sus retazos en nosotros,
sus jirones de eternidad chamuscados por un fuego que no cesa, que busca
el paisaje perdido dentro de un catalejo que cierto niño-lúdico
mira con la curiosidad de querer retener en tierra de nadie.
¿Quién se acuclilla dentro de mí? ¿Hasta dónde emigra conmigo?
¿Quién se recuesta sobre sus victorias peregrinas en la pared de brumas
de mis lóbregos huesos y tras los párpados doloridos?
¿Quién esconde su mirada de rehén en noche desconocida
por senderos de zarzas? ¿Hasta dónde quiere llegar?
¿Quién escribe sus secretos desprendidos como una bocanada
extranjera e intenta vanamente dejar sus sedimentos de velero fantasma
en noche de mar con promesa de muerte?
¿Por qué profundiza tanto si sólo le quedan restos...
cascajos, ilusorias memorias, devaneos eróticos?
Desde adentro de mis carnes se apuntalan espejos y señales
que ya ni intento transcribir... poco importa, me he pasado la vida
descodificando los discursos vanos de los otros/
buscando islas naufragas para el retiro forzoso,
como un noticiero de guerra después de la batalla,
como salir al encuentro de alguien que no llega...
cual noche cortada con sabor a sed,
                          (en mala versión insomne).
Todo se cuece y calcina dentro de mí, evapora sus sedimentos
                                                        y sube, se difumina…
entre nombres secretos y catedrales europeas que nunca pisaré.
Las aguas crecen, se desparraman, revientan de gozo
y yo sigo sin entender nada, sin querer interpretar
las vetustas orgías como olas/ los largos bostezos como olas
las raras alucinaciones como olas/ los pétreos islotes como olas.
Allá detrás, sobre las planicies y colinas de mi tierra se escabulle
(un espectáculo de inmolaciones)
que deja a la intemperie maleficios y cegueras
alucinaciones eternas/ eternos escombros
perdurables lutos/ perennes precipicios/ sempiternos centelleos
como duros pedazos que nadie podrá volver a unificar
(eternamente).
Una escalera insondable extravía sus rutas y repliega
sus sombras hasta la última morada,
aquel gran portón que no quiero abrir por temor al juicio final.
Estoy predestinado para peores momentos/ para traspasar la niebla
aunque siga tropezando con el pedrusco de siempre
aunque pierda los dientes y la piel en la caída
y tan sólo me queden vientos y manos desertoras/ mutiladas reliquias,
retazos de eternidad con fechas de mordazas y miopías.

27, mayo 2009. Frío húmedo, que paraliza.


Ceguera apodada Patria

”Yo no soy yo/.Soy este (…)/el que calla sereno
cuando hablo/ el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera”.

“Ese”, de Juan Ramón Jiménez


Todavía se hunden mis manos en aquel revoltijo de tierra
(con sequedad de vendavales y abanicos sieterrayos)
                                                    -apodado Patria-,
apenas recorren gota a gota cada frontera, allí donde el
aneurisma azul fue degenerando hasta transmutarse en río Quibú/
rancio miasma plagado del destierro de las malaventuras/
costurerito sepia con tufo de animosidades baratas,
donde apiñar los antagonismos de este mundo
país buzón,
                 cuna telúrica,
                                     país simulación,
                                                           cuna demarcación.
Todo ha comenzado a descomponerse dentro de mí
como aquella calesita pobre de la infancia
donde los caballos habían extraviado la mirada
pues entonces ya había muerto el tiempo
de las lisonjas y las vanidades/
y un caballo de yeso era tan sólo eso, una bestia inerte
que daba vueltas cansinas sobre una plataforma sin magia.
Era tan sólo una tendencia al boicot- vocación-infantil
para el instante de las pañoletas y los juegos
y yo me sentía histerectomizado, rebanado a cuchillo
expulsado del paraíso
y sin derecho a réplica. Ese sí era yo. Pero me hicieron
creer día a día/ minuto a minuto que los infieles
(deberíamos arder en la pira)
con un vago olor a apetencias chamuscadas
que el ventarrón no alcanzaba a lanzar fuera de
sus límites por temor a una estampida infinita.
Venía de robármelo todo (o mejor, de pedirlo prestado):
la hamaca del kindergarten que daba rienda suelta
a mis deseos de ser ave para no retornar nunca más
a cierto punto del horizonte que llamaron utopía
(u hombre nuevo guevarista)/
e intentaba olvidar aquella caja de cinco colores de pasta
(mi bandera nacional sólo tenía tres, entonces alcanzaba)
que desataba mis ínfulas de pintor de concursos,
cuando realmente lo que quería era afear la realidad
difuminarla tras una niebla color relámpago
que lo arrancara todo de raíz sin posibilidad de retoño.
Después era sólo mi ceguera en el agua de esos ojos,
que fugitivos y oscuros iba camino a ningún punto
antes que comenzara a anochecer.


Ejercicio de amputación

"Las viejas maderas lo habían presentido:
no iba a haber desembarco.
A lo lejos, muy lejos, la costa está cubierta por las llamas".

”Final del viaje”, de Reinaldo García Ramos.

Frente a la playa hay un hombre que respira
(yace tirado bocarriba sin moverse),
absorto escruta su interior y exhala el salitre/
que le quema los pulmones,
pero no está muerto, cavila taciturno,
casi a regañadientes sobre
su inexistencia.
Le han dejado varios fragmentos de madera y lona
por si quiere huir / tejer un velamen ofuscado
(para luchar contra la ola)
y perderse en el horizonte, pero ya no tiene edad
para esa aventura que puede fagocitarse el mar.
Le han facilitado una excusa de décadas para
la estampida, pero él sólo se tumba y desmenuza la arena
que deja una traza relámpago inevitable.
Es 1 de septiembre y está por llegar la primavera,
esa confundida cópula de olores y alergias
que terminara en las fauces de la nada/
teñida con cursis flores y perfumes baratos
de verdulerías de barrio
o carnaval popular de patria pobre.
¿Estará pasando un mal momento o sólo
intenta relamer su silencio de arpón clavado
por temor a que alguien le escuche?
En su boca se retuerce una palabra agria, misérrima/
casi ocre (con poder) que fue silenciada
en todos los claustros y
reuniones políticas/ una frase
ultrajada, sin almidón ni remilgos que se le atraganta
en la gaznate cuando llega la hora de deglutirla y lanzarla a los
matarifes que intentarán despedazarla en la plaza.
El miedo se pintarrajea sobre su entrecejo y deja asomar una luz
fulmínea, de malas noticias (golpe de puñal rengueante)
pues avizora que sus oraciones terminarán descuartizadas
sobre el acantilado de otra playa abandonada a la desidia
o vendidas al mejor postor en cierta feria americana.
El sol - ese nebulosa caliente de pálidos dobleces
- le cuece el rostro/
lo dibuja para la eternidad con golpe erótico de punta de dedo
y le hace expeler los más trasnochados olores testiculares/
un pus desabrido con aroma de respiración intrusa
se escapa de sus tripas vacías.
Ese hombre es una castración-de-cuerpo
-sin-glorias-pasadas/
nació para devorarse entre sus propios dientes/
(roto como muñón amputado),
pero desea terminar su derrotero frente a una playa
-su-única-gloria/
abstraído mirando el simple azul que engulle y divaga con indiferencia


Caligramas escritos sobre la piel

“Me has grabado tu nombre en los hombros, me has distinguido con tu marca. Las yemas de tus dedos se han convertido en bloques de imprenta, estás componiendo un mensaje sobre mi piel que le da sentido a mi cuerpo. [...] Escrito en él hay un código secreto”.
                                                      Jeannette Winterson

En el trazo profundo que llevas en el hombro
un colibrí revolotea asustado y mira de soslayo tu huesudo cuello,
husmea los olores y escucha tu cáustica manera de involucrarte,
es testigo mudo del laberinto de decires de tus escaramuzas,
mientras en otro dibujo cercano una víbora vomita su lengua
y amenaza con cazar la presa.
Sobre la tinta roja y azul de la bandera que te acaban de
tatuar abrazando el pecho, junto a una orquídea morada que te
regalaste para el último cumpleaños,
(siempre ese adicta compulsión al autorregalo de códices)
la filosa puntada de la aguja tejió varias ficciones, quizás un aforismo:
no volverás a vivir donde naciste, tus cenizas serán esparcidas lejos de
los tuyos, nadie te recordará cuando mueras… sólo tu perro.

En el tatuaje abstracto, (el primero que te hiciste en la espalda),
aquel donde dos sexos confusos se enredan en un apretón asfixiante,
promiscuas gotas de sudor se posan ahora desatando
insólitas interpretaciones, algún litoral sinuoso
adonde no llega tu marejada, cierto oculto simulacro,
un reproche convertido en expiación,
aquella escapatoria que siempre supo a estigma, a destierro.
Desde la puerta abierta del baño mientras te duchas
puedo avistar el afinado caligrama que se oculta
en lo más velado de tus entrepiernas /
La Habana te sigue quedando lejos pero pretendes
volver cada noche cuando te miras esos puntos oscuros,
la grafía que exhibes impúdicamente como documento de identidad
e incisión envenenada, cierto enigma ininteligible cual rompecabezas,
mueca de barricada en pleno cónclave político caribeño,
que sazona la propaganda fort export remachada en la piel.
En todos los riscos de tu dermis la escritura retumba
con vibra huracanada, truena y esculpe con sangre
su memoria para no cicatrizar,
(único lujo que no se pueden dar los peregrinos).
Con mucha paciencia consigo abandonar la interpretación de mensajes
de tu difusa geografía, los esquemas receptivos de lectura,
los pliegues de la historia, la sumatoria de todas
esas identidades signicas y desgarraduras
almacenadas sobre la carne.
Estoy frente al itinerario de un sujeto en dispersión que tú no reconoces.

Buenos Aires, 28 de octubre-2009, sin tatuajes visibles


¿Anclado en la isla?

                               “No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.
                                  La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles.
                                        Y en los mismos barrios te harás viejo;
                                   y entre las mismas paredes irás encaneciendo.
                                             “Siempre llegarás a esta ciudad”.
                                                            C. P. Cavafis

Siempre llegaré a esta ciudad de espalda al río
con alfileres en el corazón y navajazos en los bolsillos
escuchando canciones que me recuerdan los escasos zapatos que tuve
y aquel pantalón de colegio azul – como la isla - que mi madre
lavaba en las noches y colocaba detrás del refrigerador para planchar a la mañana.
La vida ya no es como antes,
mi placard se ha llenado de camisas de todos los colores
las que siempre quise tener y sin embargo tienen poco uso,
decenas de pantalones se doblan indiferentes entre mis perchas de la abundancia,
pero persiste una rara incertidumbre de que mi piel ya no es mía,
me sigue confundiendo esa sobresalto de querer llenar todos los vacíos del alma,
como si la existencia estuviera ceñida a abarrotar ausencias materiales.
Me siento solo sin parque en un banco de barrio con faroles rotos
y vuelvo a montarme en el cachumbambé de tablas carcomidas y hierro oxidado, intento atestar nuevamente esa maleta de madera verde mambí que hizo mi padre, apodada “el botiquín” por mis compañeros de clase,
pero ya no me avergüenzan tanto los motes y las risas contagiosas.
Una extraña mezcla de sabores y olores ya no vienen de la cocina de mi madre
no tuve posibilidad de llegar a su entierro
se despidió en la reja de casa y nunca más quiso abrir sus ojos/
tampoco conozco la tumba donde sosiega su cuerpo,
y no he podido llevarle aún un ramo de flores amarillas/
sus rosas se ponen a miles de kilómetros de donde descansa
                                      desventajas de vivir en una isla sitiada.
Mientras los vaticinios viajan entre las líneas del horizonte
mi hermana sigue poniendo sus vasos de agua con cascarilla
para ahuyentar los malos ojos y reza todas las noches pidiendo salud
                                                             y la prosperidad que no llega.
Trato de inventar palabras pero sigo anclado en ese pedazo de tierra colorada
                                                                con un extraño olor a asfalto calcinado
y me resisto culturalmente a localismos y voces que me suenan ajenas,
                                     aunque acabo de recibir otra carta de ciudadanía.
Mañana seré otro mapa   otra calle  otros itinerarios  vagaré por otra ciudad
cual tórrida siesta provinciana de la que no quiero despertar,
saldrá el sol tímido desde este culo del mundo y me descubriré sentado
en la otra vereda donde miraba pasar a los apátridas
para, entonces, todo me será groseramente indiferente
como las encrucijadas de los caminos que se bifurcan
                                        y ya no conducen a tierra firme.


                                     7 de diciembre 06.

Astillas

"Cada uno crea
de las astillas que recibe".
      Juan José Saer, de “El arte de narrar”.


de la arboleda del abuelo
no queda
más que el leve roce
de las amarillentas hojas
del mango/
la calma extraña de la flor blanca
de los naranjos/
donde jugaba a las escondidas
intentando que siempre me hallaran
para perderme.
también sólo persiste el raro hedor
del almendro/
donde una vez sangré toda la infancia,
con un pico de botella ambarino
en el que abuela guardaba
su aceite de hígado de bacalao
para su tos convulsa,
después de masticar su tabaco en las noches,
bajo la luz brillante del quinqué de querosín.
de aquel mamoncillo que daba a la ventana,
de la cocina de tablas pulidas
como un puente para escapar de ciertas
novelas que se hacían rosa en la vega
sólo aguardan las raíces afincadas
en la tierra colorada
como un puñado de piedras,
que gastaban mis zapatos colegiales
y de domingo
camino a la mata de anón
en la búsqueda de aquellos nidos de tomeguines,
que nunca
tocaba por temor a desatar un maleficio
de madre pájara ultrajada
por un pésimo cazador furtivo;
era sólo un observador asombrado
entre cuerpos reales de palmas erguidas
que jugaban a lanzar sus racimos
para alimentar el corralón de chanchos
que terminaban sus días envueltos entre
hojas de guayaba/
y sazones campesinos de ajo, naranja agria
con ajíes de la puta de su madre,
acostados sobre parrillas humeantes de algarrobos
con olores "levantamuertos";
entrar a la arboleda demiurga y centenaria
era como un ritual oscuro,
que me dejaba casi exangüe
donde se desanudaban los conjuros
de la vieja Mercé
entre cintas de todos los colores
y jícaras de coco/
rociadas con aguardiente de caña de azúcar
que alguien (nunca supe quién)
ofrendaba a los dioses para romper sortilegios
y alargar la vida terrenal de la familia.
Hoy que ni abuelo, ni abuela, ni madre
están conmigo (pero me acompañan)
siento aún cuando la puerta del gran comedor
se abre en las madrugadas y la abuela
filtra el agua del pozo sobre la piedra porosa
con destino a la tinaja siempre fría,
preparando el desayuno y haciendo el pan
en el horno de barro,
que le regaló su madre (en señal de aprobación)
cuando decidió escaparse
para siempre con mi abuelo
en un alazán cerrero y blanco;
a lo lejos aún escucho el mugir de la vaca "Paloma"
con sus tetas hinchadas y dolorosas de tanta leche
y huelo el aroma dulzón de la marmita y el carbón
por la mermelada de la fruta bomba/
(más conocida como papaya)
por su semejanza a un sexo abierto de mujer;
cierro los ojos y aún estoy allí
bajo la arboleda/
queriendo (siempre vanamente, ahora sé) detener
ese terrible enemigo -cono de sombra - que
tardíamente identifiqué: el tiempo
aquel veneno que todo lo difumina y devora.

Sábado 9 de agosto, de regreso a Buenos Aires, desde Foz de Iguazú.



Últimas prendas revolucionarias

Mi historia llega envuelta en una bolsa plástica rociada de salitre
como arriban los cadáveres militares a punto de ser incinerados
en ataúdes grises con banderas a media asta:
el carné de joven comunista con alguna que otra sanción
por disentir demasiado y estar siempre disconforme;
el carné de militante del partido comunista con todas las cuotas pagas;
mi credencial de corresponsal de guerra en Centroamérica,
aquella que utilizaba de cuchara en medio del campo de batalla
y luego mostraba en la Casa de Gobierno sandinista
cuando aún creía en las revoluciones, las utopías y en los líderes
                          que pueden cambiar (¿o hundir?) la historia.
Mis hermanos utilizan a mi hijo de emisario
porque es el único que todavía quiere seguir viajando a la isla adversa/
me amortajan viejas fotos de la niñez, esas donde estoy vestido de Zorro enmascarado o con traje de impecable blanco a lo Marcial Alvarado,
me llega mi primer pasaporte oficial, autorizado por el Departamento América,
junto a unas pocas fotos de mi madre con la cara dibujada de esperanzas,
en su mejor pose: contemplativa y serena (entre tanta desgracia).
Me enfrento - después de veinte años - a mi tesis de graduación de Periodismo, aquella papelería de claustro que hablaba de propaganda, revolucionaria y persuasión política para convencer
                            a las grandes masas, (entonces ansiosas de creer).
Me destierran mi pañoleta azul, que llega descolorida y con olor a humedad,
esa que portaba cuando gritaba convencido:
                                          ¡Seremos como el Che!
y aún confiaba a ciegas en el mejoramiento humano.
Llegan viejos versos adolescentes inflamados de pesares y cursilerías
 en papeles amarillos y transparentes
                                  (escritos en mi vieja máquina Underwood),
cuando cantaba largas odas a los abedules y a los konsomoles rusos
 y aún creía en el poder del amor. Me ruborizo ante tanta inocencia/
con tufillo a desilusión, a enfermedad infantil del izquierdismo.
Afuera, en mi auto exilio porteño, cortan el pasto y maceran
la hierba contra la tierra, se fagocitan también de un tirón
las historias que dejé a la intemperie en ese colchón verde.
Sopeso la posibilidad de estar allí durmiendo/
de ser rebanado-exfoliado-trucidado rememorando los olores sacros de la infancia y el limonero mayor del patio (que ya no está).
Me sacudo en la cama entre el ruido de la vereda que ya no conoce las orillas,
mi casa (aquella) ha dejado de pertenecerme, se apolilla poco a poco
y algún día será de otro desconocido/a que quizás nunca reparará en los rincones donde siempre estuve o construirá otro estudio
con vista a la calle rota y los árboles secos.
Buenos Aires y La Lisa, en la isla, (juego mágico de palabras)
que por suerte no tiene denominadores comunes.
Ahora los aeropuertos me van quedando chico
pero casi familiares, sobre todo cuando sólo mi hijo acude a despedirme.
Sin embargo, me distrae el sonido de los aviones
cuando rompen la inercia del viento y planean al filo de la caída
manteniéndose en el aire por esas raras leyes de la gravitación
terrestre pero odio seguir cargando maletas que ya nunca desempaco,
me consumen las viejas prendas revolucionarias y los juegos perdidos
se van tornando tan extranjeros y difusos como mi propia huida
                                                               poniendo la mar por medio.
Salgo al patio de la casa/ calculo la intensidad y dirección de los vientos
                                                                                (Cierro la puerta….).
Afuera una entusiasta pira intenta aligerar el lastre de la espesa biografía
 y las miradas de este mundo y del cielo cierran sus ojos
para no ver tanta llaga abierta en el magma de los sueños.

                             
       8 abril de 2010, Buenos Aires, envuelto en las sombras.


Verano boreal para recobrar fuerzas

“Pero debo recordar que no todos los sitios oscuros necesitan luz.”
             Jeannette Winterson, de su novela “La niña del faro”.

El vértigo se apodera de las extremidades abatidas,
socava el cuerpo y el maderamen de mis pulmones neoplásicos
los libera en puros vómitos de sangre,
                                          (en tisis a lo Margarita Gautier)
se mezclan mis esputos con algunos pañuelos descartables y camelias blancas que caen contra el pavimento, quizás para encontrar un nuevo retorno sin pifiar peregrinaciones/ Tengo la boca renegrida por las palabras-costras que escucho y no contradigo ni desmiento… no nací con la madera del mártir                                         - mi madre siempre lo advirtió con pesar - quizás el alumbramiento lejos del mar en una maternidad privada me asesinó el patriotismo y prefiero callar, enmudecer para siempre, coserme la lengua a punta de tijera oxidada o morir de tétano repentino. Mi lengua…ese apéndice carnoso saturado de salitre, miedo y azúcar, (asquerosa combinación para sufrir siempre de descompostura) cabriolea dentro de mi boca y me hace tramar argumentos que no me aventuro a proferir contra las caras de los otros. Juego al caos como ruleta rusa sin revólver y sigo intentando monólogos y resurrecciones que sólo tienen razón cuando las luces se estrangulan y se me dispara sin remedio mi presión diastólica y sistólica. Entonces desató una danza profana, cual esperpéntica y desbordada pantomima, para conjurar a mis muertos y los traigo conmigo, les regalo blancos capullos para que vengan a mi convocatoria.
Me dejo caer dentro de mi ego y me rebelo contra el autócrata que decide lo que debo hacer administrando cada gota de sedición en esta Caja de Pandora, que apodaron tierra baldía… resucito y caigo nuevamente contra el cieno, en esa simetría eterna de fracasar y restituir lo que me fue secuestrado.
Siempre ese sentido aburguesado de la propiedad, del partir y retornar, del dejar que la corrección siga su cauce irremediablemente sin tocarme ni de soslayo… ni por asomo/ como le ocurrió a mi padre, que murió sólo en una terapia sin pedir ni un algodón mojado en agua para saciar la quemazón de su estómago abrasado por tanto alcohol saboreado frente a toda la familia…
a pesar de los esfuerzos de mi madre para que no advirtiéramos
                                                                                    su credo etílico.
Llegó a oscuras una noche de borrasca y se fue sin extremaunción
dejando tras de sí un tendal de penitencias, traumas infantiles y deudas impagas al usurero, pero sólo entonces la tranquilidad sepulcral se apoderó
de las paredes de la casa, donde rebotaron por tantos años sus blasfemias
y torturas psicológicas. No hay casas de empeño para las angustias/
y las embestidas de la oscuridad contra las paredes de nuestros ojos
que tristes se van envolviendo en un trapo viejo y cristalino hasta volver a
descubrir un faro que lo auxilie cuando llega el verano boreal,
esa interrupción que se nos aparece como revelación cansada
cuando ya poco puede hacerse más que dejar que la llaga cauterice.

                      Buenos Aires, 30 diciembre 09, suspendiendo el alma
                                                                     (para recobrar fuerzas).

Herencia

Camino del patíbulo, ha buscado su rostro
como quien busca el rostro de la muerte.
Culpable repite,
repetirá culpable una y otra vez
y el camino será más corto y el tiempo menos árido".

          Heriberto Sánchez Medina, en “Hanging Judge”.
Cada día me parezco más a mis difuntos
me miro al espejo y noto la misma placidez
de la mirada de mi madre, su aire bohemio
y desnudo, casi rayano en la indiferencia;
también similar gesto con la boca
al que hacía mi abuelo, cuando camino de la vega
el sol le chamuscaba la piel y le extraviaba la mirada;
igual rubor en el rostro al de mi abuela, que
terminó sus días con un cáncer de tiroides
y en las noches, después de la aplicación del yodo radioactivo,
chamuscaba lucecitas verdes en la oscuridad
entre sus sábanas de lino almidonada y su nariz llena de humo
por la hornillo de carbón
entonces ya era una aparición en pleno ascenso hacia la nada.

De mi padre conservo aún esa templanza y hasta cierto
aire circunspecto para mirar al enemigo e irrumpir
entre las reglas del juego de la competencia profesional;
también una fenotípica inclinación por el alcohol
hasta que la boca se aletarga y
no se distingue entre el consuelo de
una tibia sonrisa y una mueca de insensible hartazgo.

De mi bisabuela paterna, de origen canario,
guardo su percha, su etiqueta para las grandes solemnidades
su ironía como hacha corta cabezas contra los intolerantes
y hasta cierta cara compasiva ante la vulgaridad existencial.

De Juan Amador, mi abuelo paterno,
(gracias a los orishas y al marxismo leninismo),
no heredé ni un ápice, siempre fue un sádico con mucha plata/
que colgaba a sus hijos cabeza abajo de los árboles,
cuando por impericia no cumplían las faenas de la hacienda.

Quizás ello explique que su velorio fuera una fiesta y
sus hijos prepararán la gran repartija con sus autos/
era una forma de desquite, de liberación adolescente
de revancha caída del cielo/
se arrancaron un gran peso de encima,
cuando le incomunicaron en su caja de bronce.

De mi tío "Chito", aquel que murió sin cabeza
cuando un machete haitiano le truncó la mirada
por una pelea de cercas corridas durante una madrugada
(en plena finca de Candelaria)
dicen que heredé semejante sangre para la lidia,
la misma posición filosa ante la desidia, igual lengua dura
y punzante para la pedrada.

Me contemplo y siento que soy un poco de todos/ as
un grano de arroz, mecido por el estival soplo del sur
(donde abrevan pescadores)
un viejo árbol del pan que ya no ofrece frutos
un barranco oloroso y apacible por donde nadie cae/
un fantasma que - muy a su pesar - todas las
noches escruta su rostro, (que ya no reconoce),
frente a un enmohecido espejo
y persiste obstinadamente en dejar hablar al viento
la más severa compañía para las ánimas extraviados
sin consuelo.

      3 de octubre 2008.


Almanaque con fotografía en sepia de La Habana

                          “¡El miedo se engañó! Fue el miedo. El miedo
                               y la vigilia del amor sin lámpara”.

                                        “El miedo”, de Dulce María Loynaz


“(...)la boca se nos llenó de tierra/
como a los muertos” y el almanaque en sepia
                                    de la pared del cuartucho/
fue árido escondrijo para degustar aquellos paraísos
engañados, donde un perro hambriento aspiraba el aire del mar,
su única riqueza cuando el sol abrasaba evaporándole los sesos
y entumeciéndole la lengua, dejándolo mudo para siempre./
Era como una instantánea, un click de obturador
                                                 de fotógrafo de circo
que guillotinaba esa décima de segundo estentórea
que la retina no podría almacenar para siempre/
líquido opalino-amarillento-semejante a orine-a aguardiente extra brut
procedente de algún cañaveral pinareño de guajira alcurnia
o de algún mural de aeropuerto descartable,
                                           en el que nunca se reparaba
y donde sólo interesaban los documentos y permisos de salida.
Entonces el agua, que caía en el patio, proveniente del aljibe
era el consuelo/ dulce como la melaza se oxidaba la tarde
entre el gozne del portón de ocuje centenario y sobre
una maltrecha mesa los naipes se amontonaban
guarecidos en las nigromancias de las sombras/
                                          como proyectadas celadas/
marcados, ultrajados, manchados de aceite y esperma,
estaban allí para dar cuentas y pesares (o no)/
para servir de memoria, de mozo de estación
                                en paraje vulgar sin gentes,
quizás con el ánimo de evocar deleites pasados/
como manchas de humedad en la pared
     del último aposento (parafraseando a la “Poeta de las Piedras”).
Parecían emerger entre el amasijo de mariposas y el único geranio/
cerca de la Santa Rita y las cigarras cantoras
pero sólo apuntalaban la glorieta para desenterrar a los espíritus
para inundar la tarde con cierto olor a difuntos en franca salida.
Sólo la puerta cancel del patio se mantenía viva
dejando escuchar su desafinado villancico de pasado siglo.   
Afuera, los claxon vocingleros le jugaban
una mala cita a las remembranzas/
lenguaraces parecían malograrse en la neblina matinal
como espectros cansinos que no van a islote alguno.
Por la ventana, un jardín-selva cercaba ese proscenio
dándole un toque de bolero de ocasión para almas
enclaustradas, exentas del mundanal ruido
                         y la chusma chancleteaba y gozaba.
Adentro, una pequeña vela encendida sin sobresaltos,
jugaba con aire lóbrego a desviar destinos
imprimiéndole cierto toque contemplativo a la escena/
al retablo de aquel conventillo de escalera pútrida,
que lloraba ociosamente cuando los mortales no osaban pasar
para pintarrajear en las paredes sus mensajes de socorro.


Surfear en lo turbio

         "Eres y serás lo que recuerdas, / lo que una vez llegaste a imaginar”,
                     de Reinaldo García Ramos, en “La quietud”).


Pisar el rellano, el descansillo de la vida
imaginando un pedazo de ventana que no muestra
                              perspectiva alguna,
sólo una pequeña sombra descolorida, un alarido
que viene desde adentro, desde las lacias tripas
intolerantes al crecimiento atípico e impávido de sus células
a la patología que carcome y necrosa/
                               al tumor que lo engulle todo.
Descender abruptamente el escalón, caer, levantarse
con las manos enrojecidas (adoloridas por el batacazo)
con la boca pastosa, acompañando esa luz menstrual,
                                        casi uterina
que el semen no alcanza a conmover y fundir/ a procrear
Degustar una cena recalentada e insabora
detrás, de una voz radial, en off (que sube y baja a fondo de)
                           como en los peores guiones/ que rompe la rutina
intentando acariciar por dentro el cuenco del tímpano
y sólo consigue un lamento oscuro, un pozo ciego
 sin olor a mar, una caja negra intelectualmente vacía
donde la rutina vaga disonante hasta el escondrijo
comatoso de la axila indiferente al desodorante matinal.
Surfear hasta donde llegue el impulso y caer como un amasijo
caliente que entumezca la lengua, que te atragante y paralice
                                      como un eructo repentino
 en medio de una conversación formal, que aparece
                                   semejante a cierta desazón muda,            
 que te saca las ganas vespertinas de orinar y te eclipsa
                                              hasta los ojos.
Sólo entonces es que te traigo de vueltas, al comienzo/
                                sin rellanos ni descansillos
sin ventanales ni cenas disonantes, evadiendo formalidades
que pulvericen esa ligadura/ sin altares con festejos afros.
Y te retengo en el silencio, te exprimo completamente/
hasta lo inadmisible intentando resucitar viejos tiempos,
pero son sólo eso: vanos intentos de resucitación forzosa,
                                              traqueotomías
de puertas abiertas que buscan aires portuarios y salitre
                      en una ciudad temerosa/ contraria al mar.
¿No sé qué hacer cuando todo se detiene y confundo los olores
y sonidos? Entonces las ganas intentan evaporarse tibiamente/
me paralizo/ dejo de surfear en lo revuelto y siento músicas “naùsicas”,
que me quitan las fuerzas de seguir encima de la tabla por temor a
                               caer en las fauces de los tiburones.
  ¿No sé si darte de comer como a las avecillas raras, inventarte
   un mar sin corrientes traicioneras o echarte lejos de mi almohada hosca
                                                                          hasta que recuerdes?


Sentada en la escalera

                  A mi madre, por su lucha de siempre


No he podido todavía enterrar a mis muertos
Han pasado varios años y sus cenizas se esparcen
Sin consuelo en distintos cementerios allá y acullá
Entre la tierra rojiza y pegajosa de la isla,
Sus huesos descansan en páramos oscuros
                              donde no debieran estar
En lóbregos camposantos, al final del camino,
En criptas húmedas alquiladas por un año a un vecino
                          en moneda libremente convertible.
Sigo pensando en esa pequeña vasija donde
Pongo desde lejos algunas flores que se marchitan rápidamente,
Detengo la mirada en el cuadro de mi madre recostada
                                                    contra la mata de mango
con su psoriasis visible en las rodillas,
O en la foto de mi padre con los ojos vidriosos por el alcohol.
Es lo único que puedo hacer desde este culo del mundo.
Recordarles en sus cumpleaños
y en ciertas tardes calurosas de aquel último aciago viaje en que corría
a comprar helados para paliar el tedio y el sol calcinante del mediodía.
El duelo no ocurre, no llega, no lo sé hacer…nadie me lo enseñó.
Aún les veo, sobre todo a ella cabizbaja y cansada de soportar tanta distancia,
Se entregó a la muerte después de algunas esperas demasiado largas
Se cansó, no quiso seguir sentada en la escalera…
dejó de ser la columna pétrea que lo sostenía todo
                                              y se desmoronó. 
Se durmió serena, sin ahogos, como un ángel
y no abrió nunca más sus ojos,
su corazón se quebró en mil añicos cual fina porcelana.
A la mañana lo fueron a recomponer sobre las sábanas blancas
Pero ya era demasiado tarde para una sobrevida
Una sonrisa plácida se enseñoreaba sobre su cara feliz.
Aun la veo con su falda blanca de rosas rojas y su pulóver negro
Y sus zapatos ballerina en las fiestas populares…
entre negros y negras henchidos de gozo, repletos de transpiración y dicha.
La veo asomarse al espejo del cuarto y peinar su cabello canoso y violáceo
Con la coqueta feminidad de una mujer deseada
Con el modoso encanto de alguien que sabe que la suerte está echada
Que había que escoger entre la vega de tabaco o la ciudad
Entre la luz de un quinqué mortecino o la electricidad citadina
Pagada a altas cuotas de sacrificio.
No tuvo ni altares ni monumentos ni grandes joyas,
Sólo jornadas entre el fogón y la casa, entre el tedio y la mansedumbre.
Firme desafió el calendario y sorteó gritos e insultos paternos
Infidelidades y aquella malsana costumbre a la descalificación.
Con la inteligencia de alguien que nació para mejores tiempos
                                                            Que nunca llegaron más.
Quizás por eso serena y sin ahogos se cansó
no quiso seguir sentada en la escalera
 y se puso – sin arrepentimientos- de espaldas al mundo.


                       Buenos Aires, 4 de junio 2010.
     
Ciertos festejos nocturnos


                    “Para que se abran los caminos
                 es menester empezar a abandonar los atajos”
                        Lidia Cabrera, en “Cuentos Negros”.


Alguna vez soñamos con recuperarlo todo,
desde la ventana azul, repleta de termitas
hasta el escaparate antiguo y aquel juego de
cuarto de la abuela rica, aquel biombo laqueado
de blanco-inmaculado con pequeñas figurillas chinas
que hacían mohines a los transeúntes y
buscaban en los zaguanes el lugar preciso para su
rito de geishas pudorosas con cintas de seda en los pies.

Deliramos con entrar y salir a piaccere
(trazar una nueva orilla)
dentro de aquella casa con olor a arenas movedizas
(como aquel caimán de isla)
que cierto huracán caribeño, con nombre de mujer lasciva,
arruinó y lanzó al mar terminando de cuajo con una infancia
que jugó a empinar barriletes en sitios equivocados y a
dejarse llevar por chivichanas cuesta abajo por las empinadas
calles de una ciudad decadente y ruinosa, casi a oscuras
que aún se ufana de sus trofeos de guerra como dama indigna
y luego se tapa la cara con un abanico para que no veamos
tanto rubor en las mejillas y las ojeras del hambre y las malas noches.

Ahora estremecido por momentos del bochorno de la tarde
escuchamos a mi hijo con su trompeta romper la mudez
del nuevo barrio, (esa Flores Sur-Habana bella)
con su partitura dedicada al fantasma de la ópera
y le vemos crecer tan de repente en el exilio porteño
mal abrigado y andarín entre retumbes de tambores y
bufandas perdidas en sitios oscuros
comiendo ravioles y empanadas salteñas donde le sorprenda
la noche o bajo las bóvedas catalanas de una casa expuesta
a todas las miradas furtivas y los comentarios extramuros
por su color demasiado rojo para ser “decente”, según
chismorrea mi vecina pacata.

Todo ha cambiado, pero sigo preservando ese árbol que
se cuela sin permiso por la ventana y salpica con sus hojas secas
(los días bonaerenses)
como el que tenía en la isla cuando se esfumaron mis extraños sueños
bajo una bandera pálida y alguna consigna que repetí hasta
(el desgano-inanición)
cuando comprendí que no puede ser opción legítima la Patria o la Muerte
(¡al pueblo denle la Vida!/No hay derecho; diría en mis días
de discursos panfletarios).
En mis bolsillos me traje aquellos pequeños huevos de codorniz
que mi padre freía en la vieja sartén del patio para ser mejor marido,
el San Lázaro de yeso de mi madre que me protege
y el mantel blanco que mi abuela zurcía con una aguja de plata
adquirida en un concurso televisivo promovido por el
aséptico Jabón Candado,
aquel lino blanco de pichón, salpicado de frutas alegres, que
era su principal orgullo los domingos cuando alistaba su mejor
almuerzo “de pobres, pero con dignidad” y nos sentaba a todos
cansinamente en la mesa
como-un-destino-rito-familiar-irrevocable.

Con qué espejos nos miraremos dentro de algunos años
(en esta geografía de circunnavegante / en este espacio sin fronteras)
cuando olvidemos entre la confusión del vino y las noches de otro sitio
bajo la lumbre de un hogar-ave de paso demasiado tibio, que juega a ser el trópico todas las canciones de Omara Portuondo que cantamos
y aquella pañoleta azul alondra, cual vórtice de silencio-ojo de tempestad
que siempre guardamos por temor a perder la niñez para siempre.

Y pensar que han pasado casi cincuenta años pero sigo hablando con el
plural de modestia, que me enseñó mi primera maestra
en una ignota escuelita de barrio
y cargo con esa tribulación constante de peregrino-desata nudos,
quebrando guetos, trazando nuevas cartografías
y cargando maletas al rescate de una extraviada fe,
con aquella premonición-nave-de-añil-que-me-flagela,
intentando borronear (ya sin censura) todo lo que se me antoje
en la corteza de los árboles/
aunque no perduren ni siquiera los malos restos
de-mis-pasados-festejos-nocturnos.

 19 de agosto/08, tranquilidad de la oficina de prensa.

Isla adversa

"Dentro están las cosas en su sitio
  las crestas
  el azul
  las heces apacibles (...)"

”Apremios” (1989), Ada Elba Pérez.

el mar se me suicidó a pedazos,
fue cayendo poco a poco, a mansalva
dentro de mi corazón
y terminó inundándolo.
con él se fugó toda la extensión de la playa
y el sabor de algún rocío extraño
cuando soñaba con la inmensidad
que no se alcanza.

soy testigo de cierta obcecación insular
que no conoce límites
cuando las olas baten contra los farallones
y hacen peligrar el mustio silencio de inoportunas ceguedades.

He subido hasta mi último peldaño para reencontrar
su inmensidad, para escuchar su rumor oscuro
rodeándolo todo
y apenas alcanzo a divisar su traicionera calma
su espesura de signos su encantadora embriaguez
su bofetada traidora justo al borde de un camino
que alguien denominó encrucijada.

Siempre soñé con el mar y su ademán de sombras
infinita frontera entre tanto viento y territorio
blasfemia desaforada que reniega de códigos y dobleces
y lo engulle todo.

Mi mar es otra mentira entre ceja y ceja
una fiesta antigua otra alegoría que me salva/
procacidad convertida en largo sufrimiento
apodada trampa, cárcel, cerco, concilio, simulación, desconcierto.
Mi mar es una isla adversa/
otra frontera innecesaria.

                           Buenos Aires, Sin mar.

Alivio para los malos ojos

“Lo difícil es crear cuando el contexto real desaparece
y se imponen las íntimas fronteras”.
Rasa Todosijevic.

Vuelvo a mi maderamen, a mi mascarón de proa sureño
e intento recomponer mis propias sensaciones,
tiro los frascos vacíos del after shave, del pasado verano/
que se amontonan en el botiquín de mi baño,
donde el espejo yace cubierto por una tela blanca para evitar forcejeos
con el adolescente que fui de pelo enrulado y bigote rojo/
excreto – acuclillado - mis propias vahos en el sanitario
e intento un culto vudú que me devuelva sin rompimientos
ni límites a mi primigenia tribu/.
pero ahora sólo encuentro pájaros de mal agüero y vaticinios foráneos/
macumbas que regurgitan en las márgenes
e intentan meterse dentro/
mezclo mis hojas de papel con agua, las macero y las pongo al sol
con canela de Ceilán comprada en ciertas ruinas peruanas
pues preciso de cuartillas re-blancas, re-puras, re-indoloras
morir vivo ante cada idea, ante cada golpe de teclado, re-crear
viejos párrafos enlutados del almanaque, volverlos a sentir lacerantes,
en fuga hacia el interior de alguna vieja maleta que ya no uso
en la que se carcomen y gangrenan los álbumes fotográficos
(que ya no veo).

No son estaciones de entibiados parlamentos,
de palabras fútiles y pútridas, de oquedades políticas
de bajo perfil enfundadas en discursos obsoletos y sesentistas
prefiero escuchar a Edith Piaf macerar “La vie en Rose”
amargado karaoke para las tardes de burdel de su infancia,
lejos del circo donde creció.

En una esquina del aposento, tras mi espalda
una decena de arañas tejen baquianamente su red para
evitar aludes pretéritos y lastimaduras de antaño/
yo no quiero re-vivir añejas utopías sólo difuminarlas
en mi cristalizada masa neurodegenerativa por el Alzheimer/
padezco, siento todavía la luz sin artificio que se cuela
por un hueco casi cinematográfico del cristal de la ventana
donde alguien miró sin sobresaltos algunas
celebraciones profanas.

Acullá, los monjes suben al campanario
lanzan su quejido matinal que rebota contra la vereda
y la impasible bóveda del techo/
hilvanan sus cánticos y rezos, antes de tener otra orgía
pendular en las celdas de enclaustramiento,
donde dicen rezar a Dios, sólo que lo hacen largas veces
al día y las ojeras los delatan/ hipan, se tocan,
beben y gozan sin impudor/
desde mi almohada puedo sentirlos aparearse de placer,
ensalivarse los ojos y no pronunciar ni una sola sílaba
pues tienen prohibido hablarse/
quizás para no sentir los inmemoriales rencores mundanos.

Luego, en la noche van al río color león y lavan sus partes pudendas
y allí paz y en el cielo gloria.

Por dónde andaría yo cuando el comete Halley surcó la tierra y
dejó su traza imprecisa de suicidios en caída libre
qué frontera cruzaba, qué Paso de los Libres recorría
cuando colapsaban las bolsas del mundo y se licuaban los pasivos
del Banco Lehman Brothers,
hacia qué lugar volaba cuando alguien que quiero cerró sus ojos.

Al parecer, nada se puede ya contra los malos ojos.

15-10- 2008. Viejo poema
Día de fútbol entre Argentina y Chile.


Levedad

“Cuando llegue el momento,/
aunque sea tarde y te apresuren (...)
trata de dejarlo para siempre/
en el rincón más limpio de la casa”

             “El Emigrante””, de Reinaldo García Ramos..

Deseábamos construir en esa ciudad nuestra Babel,
una torre de pulmones, energías y tendones
sin huesos ni talones para maquillar la cotidianidad/
que recordara austeras
civilizaciones, cofradías que lo dieron todo sin pedir nada
y hasta calentaron la tierra para
engendrar la piadosa cosecha/
el tiempo del mayo festivo para contagiar los ritos
de cánticos verosímiles.

Entonces subíamos a buscar el tren
que cruzaba como fantasma agónico tras
nuestras espaldas y sobrevolaba ígneo por
dentro de las estancias, cuando la caña comenzaba a
madurar y sólo era permitido oler su dulce acidez/
aquella baranda de melaza que envolvía las sábanas
y las almohadas cuando las puertas cerraban y
daban paso a las más plurales ceremonias de los amantes/
acaloradas celebraciones de una utopía que nos devolvía
obscenos hasta la vergüenza.

Queríamos regresar (¿quién no lo desea?)/
aunque más no fuera unos segundos
a aquel césped recién castrado en el patio escolar, a la hora
del recreo,
cuando el ciprés azul mecía sus hélices y manoteaba
entonando sus vítores de guerra
detrás de las postigos que las conserjes clausuraban
por temor a una estampida masiva
de cerebros pulverizados por tanto teorema y dogma
recitado impunemente, chapuceramente como expiación
de perro ciego.

Y era aquel pedazo de isla el precipicio de nuestros cielos/
aquella cartografía que se acodaba a los límites
que reventaba el mar como bastión, con la parsimonia
de quien aniquilaba olvidos y diseñaba estratagemas perdidas
para cuando estuviera ausente
o acaso la primigenia ilusión remachada hasta la credulidad
con clavos comatosos en los libros y periódicos oficiales/
palabras peces/ palabras poses/
palabras clanes/ imperfectas palabras
que sirvieran de escarmiento y mordaza
para el desprecio o la veneración.

Nos decían que más allá estaba el borde... la nada/
las expiaciones perennes alrededor del fuego para los Ícaros
y que perderíamos para siempre el laberinto de Creta
exacerbaban los desazones, nuestras propias desconfianzas
sin pensar que cierto día el alambre partiría y todo caería por
su propio peso.

Ahora, que muchas botellas naufragan y tuercen derroteros
en orillas lejanas, cuando los tsunamis doblan rumbos
sin premeditación, pero con alevosía/
muestro mis alas chamuscadas, convulsivas, excoriadas,
como trofeos de vetustas confrontaciones
explorando otras plazas ya sin tantas alucinaciones ni fábulas,
magros ejercicios de transmutación que me arrastran
a otros confines ficcionales,
aunque más no precise de otro tironeo de mano,
de un zarpazo de ahogado/ quizás de otra gabarra
o acaso (con menos pretensiones)
de un jirón de piel para mantenerme a flote.

Buenos Aires, 29 octubre de 2008.


Lejanía-cercanía

“El ser humano se evapora, la obra queda”.
Cundo Bermúdez, artista mayor
(Septiembre 1914/ 30 Octubre 2008).


Primero fue el brochazo estridente, el rojo púrpura/
que encogía el corazón enfermo
el gentío fue llegando sólo; anclaban sin consentimiento
como perlas entre las piernas o tras el azabache negro/
sin melindre posaban
como Dios los trajo al mundo. En definitiva, para los insulares
el recato murió apaleado por la espinazo, atributos de vivir
sin zapatos para estar en contacto con el barro,
en el límite,
apretujado frente a una ola o entre capiteles
y columnas que siempre están por desplomarse/
tras mamparas que sólo sirven para albergar
flirteos y liviandades,
simples garabatos para guindar los trapos coloridos
o disimular algún Eleguá
que en las noches resuelva encrucijadas y
lance sus palos de monte para complacer
la risa del kerekete y limpiar con manteca de corojo
las puertas del paraíso.
Después asomaron los pregones de las caseritas
que conquistaban las escaleras de los solares
camino a algún toque de tambor, mezclados con el
cántico de las castañuelas o el maullido de alguna
gata en celo
que se dejaba afincar justo cuando la vitrola
restregaba una calenturienta conga santiaguera
(la mejor música para pasar al más allá
y gozar del más acá).
El pincel seguía hurgando sobre el lienzo, apuñalando
el aroma del batey y el tufo del mar que llegaba desde lejos/
raro ajiaco criollo para morir de embriaguez,
sobre todo cuando se está en la otra orilla
la forastera-la menos compacta-la peregrina.
Las plazoletas achicharradas por la lumbre y los ojos casi ciegos
(¿habrían percibido demasiado?),
eran, entonces, delgados contrapunteos entre lo humano y divino,
sumatorias de todas las vilezas y las caridades de este mundo/
paisaje dilatado contra la rechifla de un viejo vapor sin regreso.
Las manos tropezaban como aspas por sobre el contrabajo muerto,
escudriñando esa rara placidez donde reposar del cansancio
de tantas noches de vigilia y ramalazos en el pecho/.
“El destierro siempre cuesta caro”, maldecía el pintor
y mascullaba su rezo espantamuertos/
era la única manera de poder seguir perenne frente al lienzo,
(Aquel, su perímetro privado y difuso).
Hoy, que el último adelantado ya no puebla la pintura
azul con fondo naranja
cuando apenas se evapora el hedor del aguarrás y las temperas
para la sobremesa y alguna que otra siesta prolongada
con dolores en la espalda/
se colorea por siempre su huella bifurcada bajo el limonero
de algún patio bohemio habanero
y cierta playa art decó de yates blancos.

30-10-2008.


Rutina del apátrida

“(…) Mi cuerpo extendido y seccionado sobre las espaldas de la noche es ahora un recipiente intranquilo (…)”.

                              Javier Ubalde Enríquez, en “Grial”

Estornudo espaciada, gélidamente contra el cristal de la ventana
en sentido inverso al aire y las partículas de mi saliva
explotan y se fecundan unas a otras en un festín casi orgiástico/
patológico-endémico que desintegra el esputo a la luz de la luna opalina
haciendo muecas y malabares contra el vidrio manchado
que demorará mucho tiempo en volver a ser transparente.
Recorro con la vista – entonces - la calle que yace como un trozo de sal
y observo salir del consultorio del psicoanalista de enfrente a una chica con cara de suicida que se ordena el cabello como si compusiera su vida a sorbos
para no seguir intentándolo sin éxito… la próxima vez no será un cóctel de sedantes con boleros de fondo, sino una soga puesta en el horcón más alto de su cuarto… lo vislumbro… y entonces ya no llegará nadie a tiempo y habrá cumplido estelarmente su anónima tarea. Retuerzo mis manos secas, cuarteadas y pálidas que empiezan a carcomerse contra el teclado de la computadora con ese síndrome del túnel carpiano (patología de la modernidad) que corroe mis músculos tumefactos y me hace tomar antinflamatorios todas las noches antes de acostarme. A estás alturas ya no sé si es una evasión necesaria o son las ansias de paliar otros dolores más espirituales que no cesan, sobre todo en las madrugadas cuando cierro la puerta del cuarto
 y los recuerdos del destierro mueven la vieja mecedora. El retrato de mi madre yace glacial en mi mesa de luz entre fotos de viajes soñados que ella nunca pudo realizar, ni imaginó…escapatorias que quedarán encerradas en pequeños marcos comprados en algún negocio con publicidad de Kodak y promociones vacacionales de 35 fotos por quince pesos. Limpio mis gestos inútiles y arranco mis miedos de fin de semana dentro del cuaderno de bitácoras que tengo en la web/ narcisismo vitrina de palabras que retumbarán como barcazas que jamás llegarán a destino cierto por impericia de su timonel. Estiro mis huesos como un puñado denso de azotes que dudan, convertidos en trizas dibujadas con cenizas bajo mi piel. Afuera la lluvia retuerce rumbos entre mil y una historia censurada y los amantes se esconden en los zaguanes para propinarse sus placeres más carnales con crepitaciones de cuerpos consumidos por el fuego eterno y el alcohol. Entierro mi pasado nómada entre fotos sepias de reportero de guerra en lugares inhóspitos que escudriño de reojo y un charco de tinta que derramé sobre la alfombra con la despreocupación de aquel que quemó sus naves en la otra orilla sin temor a dar el peor ejemplo y terminar entre barrotes y olores amoniacales o al pie de una fosa ignota. Me llevé un país en la palma de la mano y ahora no sé en qué bolsillos colocarle sin sentir la culpa del apátrida que ya no desea un pronto regreso. Exhalo gélidamente un suspiro dolorido y una vez más siento que la vida tiene esas pequeñas emboscadas… celadas de rutina dominical que terminará - si no termino pronto- empañando esta delirante descarga con ínfulas de trasnoche en algún viejo cine triple X de barrio, con penas de mugre y humedad rancia.


                         Buenos Aires, 27 de agosto/2010.
                             Ya sin naves para incinerar.



Exilio

                           "(...) de vez en cuando alguno -como yo- se salió de la fila
                                   hizo silencio/ se fue desvaneciendo atrás (...)"

                                                    “Poema XIX”, de Juan Antonio Molina



Somos la dadivosa señal de la verdad que mutila
el febril encanto de los suplicantes a la hora de la cena,
la irrefutable muerte de los e-mails dentro de las computadoras del mundo,
la jubilosa pústula revoloteando en medio de los otros huesos.
Ni una sola pregunta ante la urdimbre de los himnos que cantamos
el hartazgo nos llenó la lengua de injurias y cánticos condenatorios
y terminamos ejecutados con nuestro insincero atiborramiento
con el estómago atravesado por tanta hipocresía de la inoperancia.
También yo tengo muchos amigos que están en el exilio
se fueron marchando con la cabeza baja y los bolsillos cuajados de
incertidumbres/ y terminaron fregando copas en bares de medio pelo
o deshollinando mingitorios en elegantes cafés del mundo.
Aún me quita el sueño tanta diáspora y renunciación
eran casi siempre los mejores en todo,
pero siempre fueron pésimos simuladores.
Yo terminé pintando un avión sobre una hoja blanca
pues le tengo fobia a los botes sobre la corriente
y conseguí aligerar mi equipaje de atavismos y ciertas ideas
suicidas que rondan justo antes de entrar en las fauces del lobo.
Ahora todo quedó detrás. Pero aún las oficinas inmigratorias me siguen
                                                                         demorando por cautela
y mis antecedentes penales se solicitan sin respuesta alguna.
Cada vez que pienso en cuños y documentos
siento nauseas ante tantas indefiniciones y esperanzas retrasadas
y me persigue un deseo de lanzar mis excrecencias contra
toda la xenofobia que pulula.
Empiezo por admitir que en la querella contra los inmigrantes tipo A
mi nombre quedará inscripto entre los abofeteados y peligrosos
que ya jamás comulgarán con los discursos y festines oficiales.


Pleamar y bajamar


“(…) Cuando vengan por mí, solo hallarán estos islotes ensangrentados de mi hígado y un trágico naufragio”.

”Quemar la naves”, de Obdulio Feneto Noda.


Dentro de mi corazón arrítmico un barco entra lento, casi espectral/
trata de abarloarse a un subrepticio muelle en un puerto remoto
que le permita atar fuertemente su cabo a la válvula mitral
y quedarse para siempre entre sonidos atonales cuando cierre
mi válvula aórtica y todo se torne mansamente siena e inerte.
Para entonces tendré que abrir nuevamente las compuertas,
dejar que todo fluya en la acequia/ que rebalse de glóbulos rojos
las entrañas en ese ir y venir del ciclo,/ que todo se inunde desde adentro, desde las vísceras mismas del pozo ciego y rebote el eco que confunde la memoria y petrifica el olvido. No sé como expatriar
esa maniobra aventurada y predecible, que huele a escapatoria
y me deja exánime para siempre, si las barcazas ya no quieren irrumpir
y hasta ese fortuito bajel se lanza a una última aventura
a sabiendas de que podría costarle cara y terminar desmembrado, ensangrentado contra el hormigón de mis huesos.
Palidezco con labios temblorosos y mirada sitiada
cuando el pitido de la sirena se escapa afuera
y no puedo acallarlo dentro, por más que lo intento.
No tengo costumbre de ir con cara de lobo de mar entre
los recién llegados a la escollera en la que se ha convertido mi pecho. Transgredo las fronteras, los límites, las sombras de una nave
que entra al embarcadero y termina engañada,
perdida entre una tinta más dispersa que la sangre
y la humedad que se escapa de mis ojos turbados.
Alguien - un viajero sin abrigo - intenta arrojar desde la proa
algunas monedas en señal de buen augurio, sin comprender
las razones por las que el timonel teme que el mal tiempo nos escore y hunda.
Sin explicaciones se da la orden del achique antes de permitir dejar el barco
y la banda de música entona un himno lastimero con tufo a salitre muerto.
Y es que la vida suele proceder así: entre pleamar y bajamar/
recalos y despedidas apiñadas en tantos puertos
donde cada ola es una anunciación de que muy pronto podremos divisar
la marea mortecina que enmascara aquellos territorios
                                                       de migraciones y destierros.

                         10 de septiembre/2010, sin embarcadero cerca. 
 


Cómplices palabras.

                        ”No creo en las palabras (...) las he visto afirmar/ negar/ mentir/
                                                 al pie de los altares y patíbulos”.
                                Armando de Armas, “Sobre la brevedad de la ceniza”.


Las palabras se incrustan mutiladas contra mis cristales
              se parapetan en mi placard y gimotean
                                                  tras mis pasos,
heridas/ dolidas/ dañadas/ prostituidas/ cansadas
                                   se desangran bajo la escalera,
 se tropiezan unas contra otras al borde del abismo,
 se tocan impúdicamente sin pensar en sus géneros y concordancias/
 en sus tildes y acentuaciones, en si son diptongos o triptongos/ llanas o agudas, sin recato hacen el amor/ desfachatadas/ procaces/ sin pensar en el qué dirán/ sólo en el goce momentáneo/ en la cabalgata cansina
de la vigilia, en la agonía del naufragio, en los estertores de un faro sin olor a mar. Poco a poco se travisten, se camuflan como voces cómplices aquí en esta noche sobre mi mesa de luz, tras los ojos y los rictus de las máscaras que cuelgan en mi sala. Se escabullen dentro de la almohada y no me dejan respirar, me cortan el aliento,
pues temen descomponerse, infectarse, destriparse, engullirse, perecer en el intento/ su egoísta espíritu de trascendencia las malogra (¡y las salva!), las entierra bajo el lodo de un monótono cementerio en La Tablada,
las enferma de miedo y lo que es peor... les nubla el entendimiento, la razón.
Mis palabras confunden fronteras, geografías, nortes y sures
galopan histriónicas por el mundo, con caras de mosquitas muertas
                                             o malsanos rubores egocéntricos,
arder en la pira son sus sinos, cenizas sus afanes/ mojarse hasta los huesos su tarea/ son como las ausencias de una Habana extramuros.
                                                    que ya me resulta extranjeramente ocre.
Mis palabras se mueren de tedio, gritan, insultan sin sentido/ se matan de risa
                                                                                 con afilada boca
diseñan su orgía, su festín de vida o muerte....Cortadas a la medida
se lanzan tras su presa/ desvarían por un elogio que les levante el ánimo/ por un secreto que contar/ juntas trazan estrategias de ataques y lisonjas: antípodas de un plan mayor para el momento oportuno/ para la hora de la puñalada por la espalda. Mis palabras buscan una camisa de fuerza, algún psicofármaco para sedar ciertas botellas de vino para seducir, se quitan su polvo y su carcoma y lo hacen con profesionalidad,
con sutilezas universitarias, con estudiada altanería de diccionario enciclopédico español. En definitiva, son ellas – todas- un amasijo de hierros mohosos,  un brebaje hecho ex profeso para colegialas y malevos,
charcas putrefactas donde se hospedan larvas de mosquitos,
perfumes de free shop de algún viejo aeropuerto sin controlador aéreo.
Peregrinas, sin concilio, traman su partida y su llegada
diseñan su reducto/ buscan su buhardilla, su telo, su letargo, su vigilia.
Por eso, cuando cierro la boca me atraganto, vomito, me mareo
sube mi presión arterial/ una rara sensación de acidez
se hospeda bajo mi lengua y sale fétidamente hacia fuera.
Por eso es que soy también de los que nunca ha creído en ellas,
las colecciono en frascos asépticos para los días de exámenes de sangre
y análisis de orina e intento, de vez en cuando - y por desquite –
empujarlas por el tragante del baño, a donde van a parar
                                        todos los miasmas pútridos del día.

  

                                   Buenos Aires,  ya sin palabras, 9-03-2007.