lunes, 5 de mayo de 2014

Amarga cosecha.

Obra del artista plástico cubano Aisar Jalil.


“(…) combada el alma,...........su mortal sosiego,...........embarga del recuerdo el arco efímero (…)”
               Heriberto Hernández, en “Quaestio disputata”.

He navegado entre los agujeros de la noche
Como una gota de lluvia que resbala turbia
Y salpica los pies de la cama, el despeñadero de otras pupilas,
He transitado los días más oscuros con los ojos vendados
Y sin bastón donde recostar el alma asustadiza,
Y en ese andar sólo he recibido retazos… pequeñas ausencias
Cuadernos emborronados… cartas que nunca traen remitentes.
Quizás por ello venero  todo…. hasta el asco
Dentro del vacío sideral que me ronda,
Donde imagen y hombre glorifican su caos y se hacen trizas  
Regurgitando espasmos y contiendas anuladas,
Mientras arcángeles y demonios ya no edifican territorio alguno,
Sólo ciertos temblores y un aire de cava húmeda
Con hedor a fastidio y maderas añejas
Termina por inundar hasta el cuerpo esponjoso de mis huesos.

Convertido en personaje y sombras temerosas
Ya no miro las tinieblas de mis ojos y dejo pasar estos días
Entre sopas de cabello de ángel y vino en Tetra Brick,
             (Distribuidos a mayoristas para tiendas ignotas)
Con tufo a insomnio y depredación trasnochada.
Desde el cuarto contiguo escucho: “Strange Fruit”,
Un jazz evanescente que Billie Holliday gorjea narcotizada
                                - como un rezo -
Y retorna la sensación de estar a los pies del árbol sureño
Con la soga puesta al cuello y el repentino olor a carne negra.

La amarga cosecha se ha devorado a destiempo
En los secos campos de vides norteños
Donde el granizo azota inclemente y lo descuartiza todo,
Y este año con seguridad no se llenarán hasta el corcho
Las botellas granates que apuraremos en las mesas.
Y es que todo resulta tan insustancial, tan sinsentido
Que he empezado a escrutar dentro de mi propio músculo cardiaco
Y mi espalda arqueada por el peso de los años,
Esa giba cansina que terminará ahogándome.
Estoy longevo, hipocondríaco y me duelen los pies,
Pero no hay rencores ni aflicciones
Sólo una pizca de amargura resbala tonta hasta caer sobre mis mejillas
Que arden de tanta travesía vana y tanta ausencia
De tanto atravesar los agujeros de esta modorra interminable.


Una gélida gota de café

Obra del artista plástico cubano Roberto Fabelo.

“Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.
Se llevaron a todos, tal vez, uno por uno,
hasta el último invierno, hasta la otra orilla”.

Olga Orozco,  en “Señora tomando sopa”.



La piedra-centinela desgarra el vaho blanco de la mañana posible
Se mimetiza con el frío y acaso acabará escondida, como tantas otras,
En todo lo que huela a miedo, a extravío, a invitación dentro de mi taza… la brizna pone su dedo sobre la porteña calle Perú y copula
tras el cristal-mampara en el  Starbucks Coffee,
donde varios atlantes sostienen perseverantes el centenario edificio,
Y apenas alcanzo a divisar el agua nieve que cae
entre la ranura del tiempo y las alas de una paloma como intentando repetir aquella noche, en otro café,  pero en Venecia, cuando el goteo imperceptible del agua helada contra la vieja luminaria de luz opalina, casi una candileja de nieve, nos hizo gritar en éxtasis… Entonces vuelvo a pensar que sólo los amantes tardíos pueden darse el lujo de agua nieve en la ciudad de los 354 puentes y las 118 islas. Algún que otro recuerdo distante se asoma,
surge entre las nieblas del músculo cardiaco………enfila sus cauces y derrama un líquido escarlata que se adhiere a la lengua. Y es que mis ojos se siguen resistiendo a los encuentros de cafés en las grandes ciudades.
Estiro la mano para intentar coger eso que se desvanece,
como lamento helado con sabor a pócima árabe y apenas acaricio una gota gélida que se diluye – como la vida misma – entre el parpadeo que me despereza y el olor de la harina horneada que viene de la cocina
donde acaban de prender todas las lumbres del mundo. 
Fuera remordimientos… fuera quebrantos acumulados...fuera intemperie,
Mientras hago remolinos con mi cuchara dentro del líquido ambarino,
Lo saboreo como quien bebe un caldo de semillas amargas que me dejan sobre la pequeña mesa para enterrar el tiempo muerto que se ahoga en el fondo de mi infusión. Borrón y cuenta nueva, será hoy el secreto para que todo cicatrice y duela menos…. para que todo se pierda en el frío de afuera que manosea el azogue y decolora el entorno que sólo yo desempaño con dificultad como quitando una sombra que todo lo eclipsa…..hasta mi respiración seca.
Si tan sólo pudiera remendar la torcedura que dejó la expatriación,
como quien zurce un pañuelo de seda tejido por mi madre,
dulcificar su efecto, olvidar su ponzoña… perder la memoria dentro mi pocillo de café. Aprieto los dientes como buscando calor interno y me sumerjo en la escena que transpira cierto ruego a toda la canela azucarada del universo,
entonces no soy más que un ignoto hombre inmóvil….absorto y desterrado
que escucha curiosamente la procesión que está por pasar frente a la ventana.

                            Buenos Aires, tres grados, aguanieve. 6 de junio 2012.




La expiación

Obra del artista cubano Michel Blazquez



“Hablo de todas las horas y de todos los días
y de todas las estaciones y de todos los años”.

Héctor Viel Temperley, en: “Bajo las estrellas del invierno”.


Escruto las apariciones espectrales que el tiempo ha tachado
Sobre el espejo oxidado y enfermo
Que descansa como culo del mundo sobre la pared de mi cuarto de baño/
Espejo traidor- espejo canalla- espejo campo minado- luna cómplice.
Sobre el cristal brillan en ráfagas los ojos que todo lo han visto
Y que hoy quieren ser degollados sobre la hoja de afeitar,
Los miles de candiles turbios que todo lo han verificado,
hasta las poses más profanas e incómodas,
los cientos de pelos minúsculos que han caído bajo tantos pies anónimos,
las decenas de píldoras embutidas para intentar dormir…
los cientos de profilácticos expulsados por el sanitario,
acaso como todas las lágrimas vertidas en este cosmos organizado    
con sabor a perdón y náuseas/
Lágrimas procaces- lágrimas de cocodrilo- lágrimas mariconas.
Qué vigilia esta de tantos años, qué agudeza y tolerancia
La de mi madre cuando me llevaba con tres años
a ver pasar el tren para que tomara – entonces –
sólo dos sorbos de leche y no muriera de inanición,
Quizás hubiese sido preferible no tragar entonces… zurcirme la boca
me habría ahorrado tanto hastío y despedida vana,
tantas excusas y extravíos/tanto espanto delante del azogue,
donde siempre poso como un alma en pena,
sangrando nuevamente por la nariz
y con la presión que se desata (muda y tramposa) para matarme.
No deseo seguir escuchando los latidos sobresaltados
de mi corazón contra la pared húmeda.
Ansío gritar una oración que arranque todos los desconsuelos de este mundo, pero nunca aprendí a rezar en vano, ni por puta me lo enseñó nadie.
Llevo emponzoñada sobre la espalda un par de alas que ya pesan,
que disimulo rebanándolas de cuajo a diario para no ser diferente
Pero que vuelven a salir  -como por acto de magia - antes del alba,
Entre sudores congelados y fobia a las alturas.
Beso la paz del cristal del baño e intento no más engaños,
Pero otro espantajo se asoma y tomará mi mano pálida que
yace desnuda y vuelca toda su ebriedad en la tormenta de una bañera
Por donde volverá a brotar un agua traslúcida
Que borrará las culpas y mojará mis alas grises
En señal de expiación y flacura de espíritu.

                            Buenos Aires, 31 octubre 2013
                    (Aburrido en una oficina gris donde quiebran las epopeyas).

Cetáceos varados en el litoral

Obra del artista plástico cubano Humberto Castro.













“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”.
Héctor Viel Temperley*, “Hospital Británico”.


Era una sensación indócil que estaba lejos del aire austral, como un olor a zooplancton, a cardumen de salmón real, a arenque joven, que desataba el frenesí devorador, como una exhalación de aguas cálidas que trepanaba los huesos y agujereaba la cabeza buscando un resquicio para llenar de aromas aquellas remos inmensos de ángel fuera de todo alcance. Era más bien un deseo lúdico, gregario, un viaje migratorio, un acomodo entre la manada, un buscar algo olvidado, pero perentorio cuando ha llegado la hora del éxodo y se presume que terminaremos confundidos en una cala errada. Era recordar un mar calmo con olor a lluvia y los sargazos tiernos de la infancia y escuchar el sonido de los sonares de los grandes buques que se iban incrustando en las extremidades anteriores y nos nublaban la vista llevándonos a donde no debiéramos, como un mal canto de sirenas, una celada, una encerrona fatal que paralizaba nuestras pulsaciones ultrasónicas y nos lanzaba contra las rocas. Dejábamos todos los sentidos bajo un sol de verano que resecaba la piel y nos tumbábamos boca arriba perdiendo toda esperanza, clamando desesperados por socorro con alguna lágrima en el hueco del ojo, picoteados por las gaviotas que hacían sangrar ferazmente nuestros lomos. Entonces era imperioso seguir nadando hasta donde ya no se pudiera, o encontrar el fondo e interrumpir la respiración para seguir buceando hasta divisar el santuario, el final del trayecto, el Dorado que todos buscamos, aunque llegásemos sin energía vital, dando señales suicidas de no poder seguir, de no querer recomenzar. Sólo en ese instante recordaba dar gracias a las aguas porque en ellas mis aletas todavía hacían ruido de alas (*).
Buenos Aires, 18 de noviembre 2011.