Por Juan Carlos Rivera Quintana
No dejan
tirar fotos, pero el “Guernica”, de Pablo Picasso, está ahí en pleno centro de
una de las salas principales del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, de
Madrid, en España. Y basta tan sólo 50 ó 60 segundos – delante del lienzo, de
350 por 780 centímetros - para que se me quede impregnado para siempre en las
retinas y los ojos se me comiencen a poblar de lágrimas. A su alrededor la
gente se arremolina irremediablemente y guarda un silencio casi sagrado, como
si estuviera en un camposanto y todavía faltarán muchos más muertos por
sepultar bajo la tierra.
Me paro a un
costado y me parece sentir aún el bombardeo y los cazas de la Legión Cóndor
alemana y la aviación legionaria italiana, con el consentimiento del dictador general
Francisco Franco, sobrevolando mi cabeza y produciendo un estruendo atroz… casi
macabramente el olor de la carne quemada penetra sin escrúpulos mis fosas nasales
y se adhiere a la piel. Tan sólo tres horas bastaron para destruir la ciudad
vasca de Guernica, que quedó arrasada y donde murieron 1.600 civiles indefensos,
aquella tarde del 26 de abril de 1937.
Sus orígenes
se remontan a un encargo de un mural que, en 1937, el gobierno de la República
Española, le hiciera al artista, para ser exhibido en el pabellón de ese país,
de la Exposición Internacional de París, pero el genocidio en Guernica le sirvió
al pintor como tema y denuncia de la crueldad humana. Cinco semanas fue el
plazo de creación del monumental mural, con tintes grises, negros y blancos. Cuando
fue exhibida por primera vez fascistas y comunistas la tildaron de “antisocial
y degenerada” y desconcertó a muchos críticos y espectadores, que hasta
cerraban los ojos para no ver tanta maldad humana, concentrada en una obra plástica.
Se cuenta que por la obra, el artista cobró 150.000 francos franceses.
Se sabe que
la tela era tan alta que el pintor español tuvo que inclinarla sobre un extremo
de la pared de su taller parisino, situado en la céntrica Rue des Grands Augustins, para acomodarla y precisó de una escalera y
pinceles, atados a palos de escoba, para alcanzar la parte superior del cuadro.
Inspirado en los expresivos grabados de guerra, de Goya, Picasso concibió su
expresivísimo mural en tonos grises con el empleo de algunas zonas claras y
oscuras y gran sobriedad cromática, como imitando a una gran fotografía o un
inmenso cartel, que develaba el universal ambiente de pesadilla por las
secuelas de una guerra.
Los expertos
y seguidores de la iconografía picassiana han estudiado que 45 esbozos, a
manera de banco de imágenes, (algunos son exhibidos en la sala contigua, junto
a sus post scriptum y fotografías de Dora Maar, relativas al proceso de creación
de la tela y la maqueta del Pabellón de la República) sirvieron para componer
todo el mural y con una estructura de tríptico, donde el caballo herido y
atormentado, que grita, cuya lengua puntiaguda evoca la queja de las víctimas
inocentes de la contienda bélica, ocupa el centro de todas las miradas. Luego, la imagen de la madre, a modo de pietá, de Miguel Ángel - una de las obras más representativas de la
tradición católica occidental - que sostiene un hijo muerto y pide clemencia al
cielo y abre sus dedos curvando el arco de su cuello con la boca abierta,
produce un impacto emocional desgarrador, casi magnético e inexplicable. Un
minotauro-toro con un tercer ojo y una forma humana distorsionada con una lámpara,
como un Dios, intenta llevar luz, a modo de razón y progreso, a la caótica
escena, donde sólo se enseñorea la oscuridad más mortal.
La obra, una
vez terminada, se convirtió en un icono de la resistencia republicana a las
tropas franquistas y recorrió Europa, cruzó varias veces el Atlántico con el
objetivo de remover conciencias y fue exhibida en Noruega, Dinamarca, Londres,
Los Ángeles, San Francisco, Ohio, San Pablo y Berlín, hasta que el propio
artista que no quería que la pieza fuera exhibida en España, hasta tanto no
llegara la democracia y las libertades a su país, la depositó en el Museo de
Arte Moderno de Nueva York. Fue, entonces, que en una espléndida mañana de
otoño, del 10 de septiembre de 1981, el Boeing 747, Lope de Vega, de la aerolínea
de Iberia, procedente del aeropuerto John F. Kennedy, de Nueva York, se posaba
sobre la losa del aeropuerto de Barajas y su capitán anunciaba con la voz
entrecortada a sus tripulantes y aún con los motores encendidos: “Señoras y
señores, bienvenidos a Madrid: tengo que anunciarles que han venido acompañando
al ‘Guernica’, de Picasso, a su regreso a España”. Los aplausos fueron prolongadísimos
y el dato era cierto: en las bodegas del avión viajaba, en un operativo de
mucha discreción, apodado “Operación Regreso”, el rollo de uno de los lienzos más
cruciales de la historia plástica… toda una metáfora de la reconciliación.
Y el
Guernica permanecería expuesto, por casi 11 años, en el Casón del Buen Retiro,
del Museo del Prado, hasta su llegada, definitiva, en 1992, al Museo Reina Sofía,
donde se muestra en la actualidad y como un gran camposanto sigue impresionándonos
y vinculándose a la realidad política de cada momento que le toca vivir.