martes, 24 de noviembre de 2015

Retrato de Familia

                                                 Lolita Rivera a los 8 meses de nacida. 

martes, 28 de julio de 2015

Perú: del puente a la Alameda






Texto y fotos: Juan Carlos Rivera Quintana

Los turistas llegan a Machu Picchu - la ciudadela sagrada incaica, ubicada en el sur de Perú, en la provincia de Urubamba, y considerada una de las siete maravillas del mundo - como si fueran a una procesión religiosa, como un ritual que debiera cumplirse, al menos, una vez en la vida. Y muchos, incluso, cambian sus vestidos occidentalizados y modernos y visten ponchos tejidos de alpaca, sombreros andinos y alpargatas y hasta adoptan cierto desaliño montañés; se mimetizan para estar más a tono con el sublime y anhelado momento, con esa mística y ese marketing, que le han sabido impregnar desde el propio país sudamericano.

Por mi parte, siempre tuve entre mis planes visitarla alguna vez, pero no estaba desesperado por hacerlo… ya iba a llegar el momento. Lo cierto es que “El Santuario”, como se le conoce internacionalmente a esas 32.592 hectáreas de tierra, te desvela y excita la noche antes del ascenso y no precisamente por haber bebido demasiados té de coca para intentar sobreponerte al “soroche” (los malestares físicos), que provocan la altura del lugar con sus 2.400 metros por encima del nivel del mar; sobrecoge realmente porque es un sitio milenario intacto, construido en el siglo XV, tocado por la mano de Dios, que se perdió entre la vegetación selvática y fue descubierto tan sólo hace 104 años.

Las ruinas incaicas, yacen sobre un promontorio de rocas, con mucho verde debido al clima de selva tropical de su entorno y se destaca por la arquitectura impactante entre valles y riscos de piedras centenarias, templos de rezos y santuarios sacrificiales, graneros, palacios reales, casitas de piedras ordenadas milimétricamente, callejones zigzagueantes, torreones y terrazas de cultivos, donde se destacan – como telón de fondo -  el Huayna Picchu (Montaña joven) y el Inti Punku (Puerta del Sol), por donde ingresan los visitantes que hacen el famoso Camino Inca hasta llegar a la ciudadela. 

Dicha zona arqueológica es considerada, al mismo tiempo, una obra maestra de la arquitectura y la ingeniería. Y todas esas particularidades paisajísticas, junto a la bruma que la envuelve, en la mañana; el Sol que da justo en determinados lugares y refleja una luz casi perfecta, le impregna un toque casi mágico y misterioso convirtiéndola en uno de los destinos turísticos más codiciados del planeta, por donde transitan deslumbradamente unos 5 mil turistas diariamente. Para llegar al sitio es preciso hacer un camino serpenteante y sinuosísimo bastante peligroso en un colectivo que parte de Aguascalientes, un pueblito olvidable, sin otro atractivo que ser la puerta de entrada a la afamada ciudadela.
Desconcierta realmente que siendo una zona arqueológica no muestre ninguno de sus vestigios materiales, de sus hallazgos identitarios. Porque nadie dudaría que un lugar como ese fue sitio de enterramientos y pervivencia de toda una identidad cultural. Quizás por ello, en septiembre de 2007, la Universidad de Yale, en Estados Unidos, manifestó su deseo de devolver alrededor de 4.000 piezas arqueológicas, que están siendo reclamadas con todo derecho por el gobierno peruano para su exhibición en un museo itinerante y que fueron encontradas y sacadas del país por el explorador y político norteamericano Hiram Bingham, quien redescubrió el complejo urbano y extrajo, junto a un grupo de arqueólogos, muchas piezas representativas de la llamada ciudad perdida de los incas. Se dice que dicho equipo extrajo unos 46.332 objetos y muchos no han sido ni catalogados aún por los expertos, en Norteamérica. De darse dicha repatriación de piezas sustraídas sería un acto de justicia con esta obra de ingeniería milenaria, sus antiguos moradores indígenas y con todo el pueblo peruano y completaría totalmente la museografía del lugar, pues nadie, en sus cabales, dudaría que sea allí donde debieran estar las reliquias incaicas. 

Lima y “aún perfuma el recuerdo” 

Y a Lima, la capital de Perú, esa núcleo urbano, que descansa sobre la costa central peruana, a orillas del Océano Pacífico, no se puede llegar de otra manera que teniendo muy presente y hasta tarareando la afamada canción, de Chabuca Granda, titulada: “La flor de la canela”, que inmortalizara a una belleza limeña desconocida, que paseaba por dicha ciudad con encanto, contoneo y gracia femeninas. 

Y luego, después de recorrer dicha localidad, por unos días, uno termina corroborando que hay aromas de mixturas, ensueño de puentes de río y alameda, como reza la mentada canción que alude como escenario a esta ciudad, envuelta casi todo el tiempo en una neblina gris y una humedad particularísima,  cuasi ancestral, donde lo indígena y lo colonial español están muy presentes como recordando una historia, sobre todo en lo edilicio y las costumbres citadinas. 

Con casi 8 millones de habitantes, en su mayoría con rasgos muy marcados de etnias aborígenes, la metrópoli se levanta con hidalguía y hasta cierta altanería cultural para fascinar al visitante, que como yo mira y remira con ojos asombrados tanta explosión de colores y destreza en las manualidades artesanales y las rutinas cotidianas de sus moradores. Allí lo mismo se puede apreciar un mercado de artículos religiosos donde se dan la mano el sincretismo de lo español y las comunidades indígenas, hasta una pieza cerámica de talla artística, que se vende en medio de una verada ignota; que un excelente y policromado tapiz con motivos ancestrales y códigos indígenas, exhibido en una boutique de un hotel acristalado; que los tradicionales balcones de maderas preciosas, con influencias rococó, tallados casi con paciencia demiurga cual encajes de finos tejidos en medio de una concurrida plaza; que una Basílica y Convento de San Francisco, de impresionantes frisos y santos del color de la tierra, erguidos muy cerca de una fuente renacentista de bronce, que se alza en homenaje al Virrey Conde de Salvatierra, donde se lavan la cara y hacen un alto en el camino sus moradores. 

Sus calles son un bullicio y un caos de tránsito, de vendedores ambulantes, de ciudadanos comunes que van y vienen entre turistas sin casi darse cuenta de tanta invasión depredadora, de tanta falta de privacidad y espacio. Porque si algo llama la atención realmente es que Lima ha quedado chica ya para tanta gente, para tanto ir y venir cotidiano, para tanto curioso y recién llegado que pasea por la amarilla y bella Plaza Mayor o frente al Palacio, sede del gobierno peruano; o mira con ojos deslumbrados los pórticos de la Catedral de Lima, en pleno centro histórico, o las decenas de miles de precarias viviendas, que yacen y suben sobre la empinada cuesta del Cerro San Cristóbal; o ante la fachada, dorada y blanca, de la Estación de los Desamparados, que recrea el mejor estilo académico francés. 

Pero, sin dudas, uno de los momentos inolvidables será la visita al Museo Arqueológico “Larco Herrera”, enclavado en el distrito de Pueblo Libre, donde se exhiben y guardan más de 45 mil artefactos cerámicos, del Perú precolombino, verdaderos íconos del arte mundial.
La hacienda, un palacete virreinal, fundado en 1926, construido sobre una pirámide del siglo VII, exhibe con gran destreza curatorial e iluminación adecuada, sus reliquias patrimoniales, que recorren más de tres mil años de historia antigua en la mayor colección privada de arte precolombino del Perú. Allí podrán disfrutar desde los huacos eróticos, representativos de la cultura mochica; los moches de la galería de oro y plata y los utensilios cotidianos de metal, cerámica y textil de las distintas comunidades indígenas, hasta un fardo ritual, con todos sus atributos funerarios, contentivo de una niña-momia, que fue sacrificada en una ceremonia religiosa para pedir lluvia y fertilidad a la tierra. Y a la salida de la casona solariega podrá, incluso, pasear por sus hermosos jardines y hasta degustar un típico platillo de la afamada y tan de moda cocina peruana, en su café- restaurante o comprar algún souvenir en su tienda boutique. 

Para Cusco me voy…

Cusco, está enclavada en la vertiente oriental de la Cordillera de los Andes y al sureste del Perú y fue antiguamente la capital del Imperio Inca y una de las ciudades más majestuosas del Virreinato del Perú. Ello se nota con sólo entrar a su Plaza de Armas y admirar el esplendor de sus caserones e iglesias, de su Palacio Arzobispal y la diagramación y diseño edilicio y arquitectónico de toda la urbe. No por gusto, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, en 1983, y es denominada por la gran cantidad de monumentos que posee como la “Roma de América”. 

Es tal la variedad de historia, modernidad y aventura que envuelve la ciudad, verdadera pieza de ingeniería incaica, que, por momentos, te abruma y hasta podría llegar a cansarte por tantas idas y vueltas. Baste tan sólo con visitar su Plaza de Armas; admirar la impresionante arquitectura de Ollantaytambo (un pueblito - a 80 kilómetros de Cusco - que fue el bastión de la resistencia inca a la colonización española) o pisar las callejuelas de Pisaq y tener la oportunidad, como me sucedió, de admirar la procesión a la Santa Patrona del poblado: la Virgen del Carmen y visitar su afamado mercado artesanal. Tampoco podría desdeñarse una visita a una de las decenas de cooperativas de alpaqueros de la zona y hasta tener la posibilidad de asistir a una explicación de cómo se hila y tiñen las lanas, que luego serán hermosos y policromos tejidos para piezas de vestir de fina terminación.   

Sin dudas, la frutilla del postre será la fortaleza ceremonial, de Saqsayhuaman, ubicado a dos kilómetros de la ciudad de Cusco y a 3.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Dicho santuario, con sus muros megalíticos, se convirtió en la mayor obra arquitectónica inca, en su fase de mayor esplendor y desarrollo y desde esa atalaya puede observarse toda la ciudad cusqueña y hasta un Cristo de yeso blanco (parecido al Corcovado de Río de Janeiro), donado por la comunidad alemana.    

Nuestra guía explicó que la obra edilicia - también considerada la Casa del Sol, donde vivía un “Inca de sangre real”, según recogen las crónicas de Garcilaso de la Vega - que exhibe un perfecto armado fue construida con piedras de canteras, ubicadas en Muina, Huacoto y Rumicolca, a unos 20 kilómetros del lugar. Y ello nos pareció aún más impresionante, si tenemos en cuenta que no estaba descubierta aún la rueda, que facilitara los traslados de tanto material pesado (algunos bloques de hasta 350 toneladas de peso) y dicha recorrida de tanto material constructivo se hizo con maderas rodantes, cintas y precisó de muchos años y esfuerzo humano.  

Y para concluir, dos tres días de visita a Cusco (es lo recomendable), no puede obviarse el barrio de San Blas, con sus empedradas y pintorescas callejuelas y sus tiendas de artesanía, donde se dan cita los más destacados artistas cusqueños y degustar el típico ceviche, pescado cocido con limón y mucho cilantro, el sabor típico de la cocina nativa que hará las delicias de nuestro paladar, sobre todo, si viene acompañado de un pisco sour, un cóctel representativo de la peruanidad. Tampoco dejar de ir – porque sería casi herético - al Templo y Convento de Santo Domingo o Korikancha, con sus inmensos lienzos que decoran las paredes sobre la vida del fundador de la Orden Dominica, Santo Domingo de Guzmán y terminar pidiendo luz y progreso - hincado de rodillas ante el Cristo Negro, “el Taytacha de los Temblores” (alude a los sísmico de la ciudad) - que yace en su cruz, en la Catedral del Cusco, y que muchos hasta consideran un Cristo indígena, pero que, en realidad, fue utilizado por el Rey Felipe III, de España, como un ardid- fetiche para que los incas se reconocieran en esa imagen y dejaran de adorar al sol y otras antiguas deidades. Se dice que sólo de esa manera se regresa a esa ciudad inolvidable y ancestral… entonces marchamos a cumplir el rito.

lunes, 27 de julio de 2015

Retrato de Viaje, Perú.


                        Macchu Picchu, la ciudadela sagrada incaica, 26 de julio de 2015.

jueves, 2 de julio de 2015

Como un jazz evanescente.



Obra plástica del artista bretón Eric Le Pape. 


He navegado entre los agujeros de la noche


Como una gota de lluvia que resbala turbia


Y salpica los pies de la cama, el despeñadero de otras pupilas,


He transitado los días más oscuros con los ojos vendados


Y sin bastón donde recostar el alma asustadiza,


Y en ese andar sólo he recibido retazos… pequeñas ausencias


Cuadernos emborronados… cartas que nunca traen remitentes.


Quizás por ello venero  todo…. hasta el asco


Dentro del vacío sideral que me ronda,


Donde imagen y hombre glorifican su caos y se hacen trizas  


Regurgitando espasmos y contiendas anuladas,


Mientras arcángeles y demonios ya no edifican territorio alguno,


Sólo ciertos temblores y un aire de cava húmeda


Con hedor a fastidio y maderas añejas


Termina por inundar hasta el cuerpo esponjoso de mis huesos.





Convertido en personaje y sombras temerosas


Ya no miro las tinieblas de mis ojos y dejo pasar estos días


Entre sopas de cabello de ángel y vino en Tetra Brick,


             (Distribuidos a mayoristas para tiendas ignotas)


Con tufo a insomnio y depredación trasnochada.


Desde el cuarto contiguo escucho: “Strange Fruit”,


Un jazz evanescente que Billie Holliday gorjea narcotizada


                                - como un rezo -


Y retorna la sensación de estar a los pies del árbol sureño


Con la soga puesta al cuello y el repentino olor a carne negra.





La amarga cosecha se ha devorado a destiempo


En los secos campos de vides norteños


Donde el granizo azota inclemente y lo descuartiza todo,


Y este año con seguridad no se llenarán hasta el corcho


Las botellas granates que apuraremos en las mesas.


Y es que todo resulta tan insustancial, tan sinsentido


Que he empezado a escrutar dentro de mi propio músculo cardiaco


Y mi espalda arqueada por el peso de los años,


Esa giba cansina que terminará ahogándome.


Estoy longevo, hipocondríaco y me duelen los pies,


Pero no hay rencores ni aflicciones


Sólo una pizca de amargura resbala tonta hasta caer sobre mis mejillas


Que arden de tanta travesía vana y tanta ausencia
De tanto atravesar los agujeros de esta modorra interminable.

martes, 30 de junio de 2015

MÍSIA y una espina clavada



Texto: Juan Carlos Rivera Quintana. 

La Usina del Arte, un nuevo espacio multidisplinario de música con una acústica excelente; una gran obra de infraestructura que permitió poner en valor y recuperar el edificio histórico de la ex Compañía Italo Argentina de Electricidad, abrió una vez más sus puertas, en la Ciudad de Buenos Aires, en el barrio de La Boca, y estaba repleto de porteños y hasta de extranjeros y turistas portugueses que por estos días caminaban la ciudad.

Nadie quería perderse el encuentro de esta cantante con ángel y gracia para decir el fado, que tendría lugar el sábado 13 de junio. Nadie como Misia para desgranar cada letra, cada poema y explicar -por momentos de manera muy didáctica - y hasta traducir del portugués los textos de los poemas de Fernando Pessoa, José Saramago, Florbela Espanca y Agustina Bessa-Luís, grandes poetas y narradores lusitanos que iba interpretando.

Y es que esta presentación de: “Misia & sus poetas”, era un concierto con un aura especial. Mísia llegó - como siempre - vestida de negro cerrado y con esa manera tan especial y diferente de llevar el cabello negrísimo, como si fuera una mujer de otra época y comenzaron, entonces, el acordeón, el piano y las guitarras lisboetas a darle cuerpo y dramatismo al decir de esta cantante, una de las más populares fadistas de Portugal.

Fue un concierto espléndido, conformado por un repertorio tradicional, pero también rico en anécdotas, que se agradeció, a pesar de las bajas temperaturas del fin de semana pasado. Esta es la quinta visita de la cantanta portuguesa a Buenos Aires y otras provincias del interior del país, porque - como ella explicó - siente predilección por esta ciudad y su gente, por su cultura y su tango, por sus músicos y sus lugares, donde tiene amigas y amigos, donde ha atesorado momentos inolvidables para su andar trasumante por el mundo. Es en esta ciudad adonde siempre viene con la misma emoción y asombro de la primera vez.
Durante el recital, Mísia anunció que se encuentra trabajando en la grabación y producción de su primer CD homenaje a Amália Rodrigues, el emblema del fado de Portugal y una de sus cantantes preferidas. Dijo que esperó tanto para hacerlo porque Amália es tan grande y tan universal que ya no precisa de homenajes. Y hasta se dió el gusto de cantar una de sus piezas menos conocidas: titulada: "Espejo Quebrado".

Al final del encuentro, Mísia interpretó uno de sus fados preferidos, de una manera inolvidable: "Lágrimas" y terminó cantando el tango "Naranjo en Flor", de los hermanos Homero y Virgilio Expósito, una de las piezas más características del cancionero rioplatense - en español - idioma que habla perfecto y que aprendió en su casa, de Barcelona, junto a su madre y su abuela españolas.

Y la 2º edición del Festival de Fado, en Buenos Aires, organizada bajo el tema: “Los Poetas y las Palabras del Fado” contó, además, con las presentaciones, en días anteriores, de Raquel Tavares, una nueva intérprete-revelación, que forma parte de la nueva generación de fadistas lusitanas y esa guitarra que llora de Jose Manuel Neto, importantes cultores del fado portugués, y fue un verdadero suceso cultural en Buenos Aires, que esperamos se repita para la dicha de los amantes del fado y de la cultura lusitana en la gran urbe porteña .

Sin dudas, Mísia - es como una espina clavada - para bien - que llevamos muchos amantes de este género y nunca nos cansamos de escucharla y verla en vivo es todo un privilegio, un regalo para el corazón y el alma.

viernes, 8 de mayo de 2015

Fotos de Familia

Lolita Rivera Mingroni, al mes de haber llegado al mundo. Buenos Aires abril 2015.

jueves, 5 de marzo de 2015

Suiza o el delicado encanto de la gelidez





Llegar a Berna y Lucerna, a través de Los Alpes nevados y en tren, constituye una aventura que pocos seres humanos deberían perderse.

Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana

Llegar a Lucerna, una de las ciudades más antiguas y hermosas de Europa  - ubicada en la Suiza central, en la ribera superior del Lago de los Cuatro Cantones, que vierte sus aguas en el Río Reuss y divide en dos (la parte vieja y la nueva de la urbe) - y poder hacerlo saliendo de Milán, en Italia, en tren rápido que sube y baja por entre las escarpados y sinuosos y congelados Alpes y adentrarse en los túneles y puentes inmensos, abiertos entre las montañas, verdaderas obras ingenieriles, con unas vistas panorámicas casi fílmicas, es una fortuna – más bien diría una aventura - que pocas veces tiene un ser humano. 

La recorrida en sí del tren, en pleno invierno - de unas dos horas y media - es ya un viaje inenarrable entre bosques de pinos, abedules, ríos calmos para la contemplación rápida, ciudades blancas casi de cuentos infantiles, catedrales antiquísimas, campos nevados, industrias y viejas haciendas, donde se ven cuadras de caballos y pocos peones de campo. Y en ese impresionante dibujo alpino se halla Lucerna, con el lago a sus pies y muy cerca de  las montañas de Rigi, Pilatus o Stanserhorn, que delinean un fresco casi claustrofóbico de grandes picos nevados y alguna que otra vegetación verde como telón de fondo, desde donde se puede divisar la ciudad desde un mejor ángulo.

Si cierro mis ojos y recuerdo… vuelvo a ver la estampa más fotografiada de Suiza: el famoso puente de madera, conocido como Kapellbrücke (o Puente de la Capilla), con sus frontones pintados y sus techos de tejas antigua en medio de la urbe, descansando sobre un lago habitado por albatros y cisnes blancos; la muralla Museggmauer con siete torres medievales originales; las históricas casas de varias plantas del casco antiguo, adornadas de dibujos en sus frentes y cerrada a los coches; las pintorescas placitas con sus fuentes de ensueño; las calles adoquinadas y estrechas; la iglesia jesuita, que data del siglo XVII, considerada la primera obra barroca religiosa de Suiza y sus tiendas de relojes. ¿Será por eso que un rasgo emblemático del suizo es la puntualidad… por los excelentes relojes que pueden fabricar?

Allí, en Lucerna, tradición y modernidad se dan la mano, y junto al moderno y acristalado Centro de Cultura y Congresos de la ciudad (KKL), con sus acústicas y bien diseñadas salas para la música clásica y los conciertos, se une el museo de arte, los cafés para el encuentro y las salas de teatro, cercanas a la antigua terminal de trenes, cuya fachada a modo de portón, ya es en sí misma una pieza arquitectónica invalorable. Al lado, parten barcos de vapor de ruedas o motores para adentrarse en el gélido paisaje del lago de los Cuatro Cantones.

Lucerna se recorre a pie y muy rápido y si hay frío bajo cero y no siente las manos puede detenerse en algún que otro café a tomar un chocolate o una porción de torta alpina, de las de la abuela, para entrar en calor o tomarse una cerveza artesanal, con alto grado de alcohol, para cambiar con rapidez la temperatura del cuerpo. Y es bueno recordar que en Suiza: chocolate, repostería y cervezas artesanales tienen su fama bien ganada.
Sin dudas, Lucerna es una joya medieval - identificada gráficamente por su historia con un león herido - en la ruta de San Gotardo, envuelta entre la naturaleza mágica de las montañas alpinas que la encierran, un cristalino lago y cientos de embarcaciones de recreo, donde se respira un aire límpido y tranquilo, donde no se escucha un diálogo alto, ni un bocinazo en la calle y donde hasta los confortables y modernos tranvías se cuidan de hacer el menor ruido posible. Sus moradores son disciplinados, limpios y de una civilidad social casi pasmosa, propia del Primer Mundo.  

Berna: Refinamiento y cultura

La capital helvética de Suiza, enclavada en una zona de suaves colinas, con su casco antiguo - declarado Patrimonio Mundial, por la UNESCO - es de esos sitios memorables, cosmopolitas y multiculturales, donde cohabitan muchas lenguas diferentes y no existen problemas de integración. En sus calles se habla el dialecto bernés de alemán suizo, aunque sus moradores entienden y hablan el alemán estándar.

Baste tan sólo caminar sus seis kilómetros de arcadas bajo techo, llamadas “Lauben” o pórticos, que posibilita al viajero protección contra la inclemencia del invierno, para tener un primer acercamiento a Berna desde su inmenso paseo de compras y divisar su Zeitglockenturm o Torre del Reloj, que data de 1120, y cuya función, en sus inicios, era meramente defensiva, porque era la puerta de entrada a la urbe, pero unos siglos después se construyó un precioso reloj astronómico, que marca la hora, el día, el mes y la posición del Zodiaco en relación con la Tierra.  

La urbe, asociada por historia al oso, supuestamente debido al primer animal cazado por su fundador, el duque Bertoldo V de Zaringia, posee alrededor de 51,6 kilómetros de superficie y una población de unos 150 mil habitantes. Además, se destaca por su impecable estado edilicio… es quizás una de las ciudades mejor conservadas de Europa. Sus 11 fuentes del siglo XVI, decoradas con motivos alegóricos a las leyendas medievales: todas distintas, todas coloridas, ubicadas a lo largo de la calle principal o calle del mercado; las fachadas de areniscas de los vetustos edificios y casas bajas, con sus macetones de rosas; sus adoquines y torres con relojes; las abovedadas casas de vinos y quesos; los teatros y  bares, muchos ubicados en sótanos o en estrechísimas callejuelas, con una cartelera envidiable de conciertos de jazz, rock y música barroca; sus iglesias y parques tranquilos, con aires medievales y numerosas esculturas permiten una recorrida casi única del casco antiguo, que yace a orillas del Río Aare.

Vale asomarse al Rosengarten (jardín de rosas), una de los paseos de mayor altura (a 101 metros por encima del nivel del mar), desde donde puede verse la ciudad en toda su dimensión y sus palacetes y buhardillas coloridas con sus techos en punta, sus veletas coronadas en gallitos de metal y el ir y venir de tranvías amarillos por las estrechas calles.

Y si nieva, como me ocurrió, sólo tiene que abrigarse bien y bajar una pequeña escalinata, junto al Puente Nydeggbrücke, que posibilita el acceso al casco antiguo, y disponerse a retener los paisajes más hermosos caminando por las riberas del río Aare y el BärenPark (parque de osos), entre abetos, cipreses, abedules y rosas. Porque en Berna el diseño y el buen gusto parecerían una carta distintiva y ello se observa en las ropas - de modistos locales -  que ofrecen las boutiques; las innumerables casas de alfombras, artículos para el hogar y hasta en los cafés, decorados en su mayoría con un gusto refinado y sobrio, convertidos en centros de reunión de moradores locales y turistas, que huyen de las bajas temperaturas y la gelidez invernal. Y ni hablar de su colegiata o Catedral de San Vicente, la mayor obra sacra de Suiza, con un estilo gótico tardío, fue construida entre 1421 y fines del siglo XVI. En ella se destaca su campanario de 100 metros de altura, sus vitrales coloridos y su enorme portón de madera maciza, rematado en arcos de piedra caliza, donde se descubren un sinnúmero de esculturas que representan a feligreses y ángeles en pose de rezos, a modo de retablo religioso. 

Pero el viaje no estaría completo si no sube a un tranvía y se dedica un tiempo a visitar el Zentrum Paul Klee, ubicado en la periferia noroeste de la ciudad,  en una zona de praderas verdes en constante cambio habitacional y desarrollo inmobiliario, con los Alpes de fondo. El centro, enclavado en el  Schöngrüng,  exhibe la obra plástica de Klee, uno de los artistas más influyentes y vanguardistas del siglo XX suizo, quien nació, desarrolló gran parte de su quehacer creativo en allí y terminó sus días en la ciudad. Sus acuarelas, óleos atemporales y figuraciones abstractas tienen cierto halo de misterio y magia.

En su memoria fue diseñado y construido el museo, encargado al afamado arquitecto genovés Renzo Piano, quien no sólo quiso diseñar un centro cultural, sino también darle personalidad y atractivo al sitio y construyó un emblema urbano de cristal, cobre, titanio, acero gris y aluminio, con cielorrasos de abedul y pavimentos interiores de roble, que se confunden con el entorno.

A modo de tres grandes olas o colinas, los techos del museo delinean un paisaje que guarda mucha relación con la obra de Klee. No por gusto, Renzo había dicho, en su momento que “Klee no merece un museo sino un paisaje, una escultura sensual sobre la tierra”. Y precisamente a esa tarea se encaminó y diseñó un edificio ultramoderno, que aprovecha al máximo la luz y la topografía del terreno produciendo miles de sensaciones… todas agradables y mágicas. Y si afuera, la nieve cae sin parar, se acumula sobre los bancos del parque, los pequeños abetos, los terraplenes de trigo, las amapolas y abedules se tiñen de blanco… la claridad se multiplica y el deleite se agiganta.

Los tres cuerpos del Zentrum, unidos por una calle peatonal interior, albergan la colección del artista, en un 40 por ciento, donada por su hija, Livia, y alguna que otra colección temporal, casi siempre excelentemente curada.