lunes, 17 de septiembre de 2007

Ottro graffiti de amor

perdí las tintas invisibles
para que sólo tu captaras el mensaje.

Alquimia de fantasmas de Juan C. Rivera
También a mi se me secó la garganta y quedé impávido, ante aquel letrero escrito con tinta negra sobre la pared descolorida y maltrecha del parque habanero: “Ellos no murieron, sólo se fueron antes”. La tinta había dejado unos surcos gruesos sobre la intemperie del muro, profanando la virginidad del ladrillo que parecía quejarse de la dureza del trazo y de la vileza del desesperado. Desconozco porqué extraña asociación recordé inmediatamente, otro famoso graffiti que mereció innumerables crónicas periodísticas en los principales medios de la isla. Aquel otro, más que una súplica era un grito agónico de alguien a punto del suicidio que, abandonando toda esperanza de ser localizado, escribía desconsolado en todos los sitios donde se paraba: “Lina, Carlos aún te busca”. Así las cosas, La Habana se fue llenando de esa frase que no parecía obra de una sola persona, sino de una campaña propagandística llevada adelante por alguna organización política cubana. Sólo que Lina pareció no enterarse nunca.
Jamás tuve vocación para la semiótica y las descodificaciones de mensajes lingüísticos, pero frente a aquella afirmación tan ligada con la muerte y la evasión mundana, empecé a imaginar historias clandestinas de amores y vendettas en el final de milenio de aquella Habana calcinada por un sol impiadoso.
Siempre supuse que la lucha del amor no debía ser por vencer a la muerte, ni al espíritu de trascendencia que tanto persigue a los mortales, sino que la batalla debía apostar a ganarle al tiempo y sus accidentes cotidianos. Si se lograba conseguir la victoria se sobreviviría a la mediocridad y la rutina, que mutila y enmohece las relaciones interpersonales. Quizás por ello, aquella frase y su contenido, tropezaban contra mis retinas en plena arteria principal del Vedado, y se me antojaba indescifrable, mágica.
Después, por azares del destino llegó a mis manos un sobre cerrado, sin remitente alguno. Lo abrí rutinariamente, pensando que se trataba de la tarjeta, o fotos turísticas de algún amigo. Uno que tuvo la fortuna de poder quitarse los ariques guajiros del subdesarrollo, vencer los prejuicios de burocracias consulares hostiles para las visas a los cubanos, y plantarse ante la Torre Eiffel, delante del Obelisco bonaerense o en plena calle neoyorquina. Cual no sería mi sorpresa, me invitaban a la inauguración de una muestra de fotografía en la Fototeca de Cuba. La tarjeta recordatoria, era la imagen donde una pareja de adolescentes semivestidos, posaban paradójicamente con caras de inmortales, delante de un paredón donde se destacaba el consabido graffiti que inundaba La Habana: “Ellos no murieron, sólo se fueron antes”. La foto no tenía crédito artístico y eso acentuaba mi curiosidad; se había trabajado con una técnica que intentaba envejecer el material, pero; sin embargo, los vestuarios de los adolescentes parecían muy actuales, casi de rockeros o marginales. A partir de aquel momento la frase se me volvió obsesiva y me di a la tarea de buscar información sobre los protagonistas de esa historia maltrecha. Recuerdo que llamé a mis amigos, vinculados al mundo de las Artes Plásticas, y nadie supo darme explicaciones, tampoco sabían quién había obtenido esa imagen y mucho menos quiénes eran los modelos. El azar quiso que la laberíntica verdad se pusiera ante mis ojos, la noche de la inauguración de la muestra fotográfica. Llegué casi entre los primeros, era tal mi curiosidad, incentivada por notas periodísticas que promocionaba la exposición y la calificaba de suceso pictórico del año, que la impaciencia me dominó. Transgresión, talento, objetividad, contemporaneidad y frescura visual eran los epítetos informativos para reseñar el acontecimiento, en la grisura de la prensa cubana.
La Fototeca es de esas casonas coloniales, del siglo pasado, con patios interiores y murales cerámicos, canteros repletos de helechos, malangas, y pequeñas arecas, en pleno corazón de la destrozada y polvorienta calle Cuba. Sus salas de muestras se ubican en la planta baja y el primer piso, al que se accede por una escalera de mármol blanco, tan antigua y desgastada como los mudos paredones del centenario Castillo de la Fuerza. Eché una primera mirada para reconocer el espacio y llevarme las más rápidas impresiones visuales, y quedé impresionado por la atmósfera del lugar. Las fotos, perfectamente montadas en grandes acrílicos pendían de la blanca pared y apenas eran seguidas por la tenue luz de varias dicroicas. Se destacaban los planos americanos y las pequeñas composiciones plásticas donde los personajes se movían en una atmósfera de claroscuros; ello le daba cierto intimismo y calidez humana. Podía observarse que los desnudos, algunos muy osados y otros más discretos, parecían el hilo conductor de la exposición, cuyo tema era el trabajo con el cuerpo. Apenas tuve oportunidad de mirar las caras de los participantes y amigos; alguien, no recuerdo quién, me presentó a uno de los artistas expositores, y mi sorpresa se transformó en interrogación. El artista, con el ego característico de todos los creadores, me habló petulantemente de su quehacer, de sus premios, propuestas de exposiciones en el exterior y viajes, mientras me mostraba sus trabajos y recorríamos los salones, entonces, casi escondido en un rincón de la planta alta, descubrí el cuadro. Apenas le tocaba la luz en uno de los extremos impregnándole una rara sensación de irrealidad, como si la escena que mostraba hubiera ocurrido fuera del tiempo. El artista, al observar mi interés por aquella imagen se detuvo por unos instantes y comentó:
—Dicen que la tiró un fotógrafo muy joven que murió hace apenas un mes de SIDA. La sacó dentro del sanatorio a una pareja de muchachos que se inocularon el virus con unas jeringas infectadas, y murieron a los seis meses de una neumonía. Las enfermedades oportunistas van diezmando esas tropas cada cierto tiempo.
— ¿Se sabrá alguna vez porqué se infectaron intencionalmente?, dije queriendo saciar mi curiosidad con alguna respuesta convincente.
—Alguien me comentó que formaban parte de una banda de rockeros con una vida muy marginal. La mayoría se drogaba con anfetaminas y ron, o fumaba marihuana. No eran aceptados por sus familiares, convivían hacinados todos en una casa ruinosa en una esquina del Vedado. Quizás estaban aburridos de existir, de las incomprensiones cotidianas, de los tabúes y máscaras sociales, y de pasar trabajo.
La noticia fue como un cubo de agua fría sobre mi cabeza. La sola certeza de la presencia de la muerte como protagonista dentro de la historia que buscaba desentrañar, me hacía enredarme dentro de los vericuetos de aquellas tristes existencias. Si en tiempos de modernidad la muerte fue entendida como gesto higiénico, razonable y hasta necesario, en estos tiempos que vivimos, la muerte es ritual de condición polisémica, ceremonia con su consabido referente complementario: la vida. Aquella noche no pude saber nada más. Otro amigo que supo de mi curiosidad por la historia que se escondía detrás de la foto, me dijo la dirección aproximada de la deteriorada casona donde se reunían aquellos jóvenes adrenalínicos y desprejuiciados. Eran conocidos como frikis por su forma de vida, su gusto por el rock, el desaliño de sus atuendos y los abalorios que se colgaban del cuello y las muñecas. Esperé pacientemente el fin de semana para visitar el lugar. Me disfracé lo mejor que pude; era necesario armar un personaje que creara inmediatamente cierta comunicación con aquellos chicos disociales, al margen de todo y de todos. Debía pasar por uno de ellos para evitar incidentes desagradables o una paliza merecida por intromisión alevosa.
Cuando llegue a la casona había una gran algarabía, sonaba un grupo underground llamado Sesiones Ocultas, que estuvo prohibido durante mucho tiempo. Posteriormente supe que se trataba de un aquelarre celebrado todas las semanas para festejar la incorporación de los nuevos al grupo. El bautizo consistía en la fuma de los primeros cigarrillos de marihuana, hacer sexo colectivo y bailar la mayor parte de la noche. El humo, la ruidosa música rock, y cierto olor a sudoración ácida y alcohol de farmacia, impregnaban el ambiente casi en penumbras. Pegada a una ventana, una chica semidesnuda se dejaba tocar las tetas por dos hombrazos que comenzaban a masturbarse uno al otro, con toda la delicadeza que podían aquellas toscas manos. Debajo de una escalera que parecía no ir a ningún sitio, un amasijo de brazos, gemidos, piernas, pelos mugrientos y sexos, se confundían, y de vez en cuando cambiaban de posiciones amatorias. No sabría decir cuántos hacían el amor en aquella oscuridad. Una chica con mirada de hechicera vestida con un sayón negro, lanzaba su cartera de cuero en dirección a los grupos que conversaban sentados en posición india en el suelo. Luego se largaba con quien recogía la prenda y hacía el amor impúdicamente a la vista de los demás que se reían de la originalidad de aquel ejercicio de libertad plena. Otros bailaban en grupos numerosos, y practicaban un ritual consistente en mover la cabeza sin parar, como si llevarán el ritmo de las desafinadas guitarras con las extremidades superiores. Salí algo turbado a la terraza oculta por una enredadera de jazmines salvajes, que ya no despedían olor alguno. Quería escapar de todo aquel mundo alienado y sin freno. Entonces descubrí una chica que miraba el cielo ennegrecido. Parecía una estatua gitana por la forma en que vestía, y lo ida que estaba del ruido de la casona. Era de una hermosura hierática y enfermiza. Uno de los tirantes de su túnica se había corrido del hombro, y sin el menor rubor, mostraba un seno blanquísimo y pequeño donde resaltaba un pezón rosa-nácar, envidia del mejor pintor renacentista. Casi en el centro de aquella desnudez que invitaba ser tocada y succionada con lascivia, una leyenda a punta de aguja le restaba magia a tanta delicadeza. “Nací para crear dificultades”, rezaba en el tatuaje. La negrura del pelo y las pestañas, y la blancura de la piel le imprimían un aire de artificialidad al rostro desangelado, en el que se destacaba unas ojeras de varias semanas de insomnios y desatinos. Acusaba una fragilidad anémica, reforzada por una voz apagada y lenta, como si le costara demasiado articular cada frase. No sabía cómo empezar el diálogo para intentar sacarle información —si la tenía— sobre aquellos personajes que me quitaban el sueño. En el bolsillo guardaba la foto para mostrársela a quien estuviera dispuesto a contarme alguna historia. Quizás la ansiedad de mi rostro me delató, pues ella me penetró fijamente con los ojos y buceó dentro de mis dudas e interrogaciones. Entonces, increíblemente, no tuve que pronunciar palabra alguna. Habló muy poco, pero fue precisa:
—Hace horas te estaba esperando, pues sabía que vendrías, y a qué. Contarás la historia tal y como te la narro. Ustedes los escritores tienen demasiada imaginación, y terminan distorsionándolo todo en pos de ganar lectores. Tampoco tendrás que adornar mucho estas existencias, ellos fueron por si mismos personajes novelescos e irrepetibles. Jazmín y Daniel se conocieron aquí, en este mismo patio hace algunos años. Ambos decían ser huérfanos de padres y venir del campo. La soledad los unió exageradamente e hicieron una dependencia enfermiza uno del otro, vivían constantemente anulándose y mimetizándose, sin proponérselo. Bastaba una mirada, para que el otro entendiera lo que estaba pasando, hicieron del diálogo telepático una forma de comunicación, —fue ella quien me enseñó a leer la mente de las personas— debido a ello se olvidaron de articular palabras y comenzaron a sentirse muy solos, a pesar de estar siempre juntos. Esto los sumió en reiteradas crisis existenciales, y se convirtieron en dos fantasmas que únicamente se sentían de carne y hueso, cuando practicaban el sexo con la furia y las caricias más salvajes del amor. Siempre estaban llenos de moretones violáceos por el cuello y la espalda, ella siempre tenía problemas estomacales y menstruaba con más frecuencia de la debida por la alevosía con que era poseída. En una ocasión Daniel le escribió un poema, donde se quejaba de haber perdido las tintas invisibles para que sólo ella captara el mensaje. Estaban muy enfermos y casi locos, pero nunca vi dos seres que se quisieran tanto. Pero el precio que pagaban era muy alto. Creo que fue él quien decidió suicidarse, aburrido de tantas miserias humanas. Ella aceptó sin disentir y hasta buscó la forma —decía que menos dolorosa— con una amiga enferma de SIDA en fase terminal. Las hipodérmicas contaminadas fueron suficientes para acabar con sus existencias.
La chica me miró, calló unos segundos al notar la turbación y el espanto de mi rostro por aquella historia. Se subió el tirante del batón que llevaba, y cubrió con cierto recato de dama digna, su seno lánguido. Me dio la espalda y antes de salir hacia la calle por una puertecita de hierro oxidado, oculta en un rincón del matorral murmuró señalando hacia la pared izquierda del jardín:
—Allí se tiró la foto que tanto te perturbó y que se ha hecho famosa por estos días. Daniel fue quien inventó el epitafio. Entonces ya tenía pensado salir de este mundo, estaba seguro de que Jazmín le acompañaría. Yo sólo he alimentado el mito. Escribo la frase en cuanto sitio encuentro en mi camino en esta Habana desamparada y oscura. Creo que es el mejor homenaje que puedo rendirles.
La Habana- Buenos Aires, 23 de septiembre de l997

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